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Biografías: El general Douglas MacArthur

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La verdad es que el currículum oficial del pollo es bastante impresionante: descendiente de una familia de nobles guerreros escoceses, con un abuelo juez en varios Estados, un padre Medalla del Congreso y coronel antes de los 20 tacos, estuvo a la altura de las circunstancias que la tradición familiar le marcaba. Combatió en Europa durante la I Guerra Mundial, fue Comandante de las fuerzas aliadas del Pacífico, después fue nombrado gobernador del Japón ocupado y finalmente otra vez se metió en harina dirigiendo las tropas de la ONU en la Guerra de Corea. Aunque la fama mundial se la otorgaron las dos campañas de Filipinas, que le permitieron elevarse al estrellato; hoy día es una verdadera leyenda en los EE.UU., poco menos que un genio militar que además reúne todas las características histriónicas que al público estadounidense (en especial a los votantes republicanos) le fascinan. En resumen, un héroe americano pata negra.

Pero claro, todos sabemos lo que pasa con los currículums oficiales, ¿verdad? Que uno acaba poniendo que es experto en informática porque se pasa horas jugando al FIFA Soccer, y un buen día resulta que viene el jefe…en fin, vamos a dejarlo. La cuestión es que si uno navega superficialmente por internet o consulta fuentes tan documentadas como la Wikipedia en inglés, se encuentra una sospechosa ausencia de análisis crítico. MacArthur era astuto, inteligente, un gran estratega, más chulo que un ocho y original como él solo. Un jrande de los USA y no hay más que discutir.

Y el caso es que rascando en su biografía más allá del panegírico, uno se encuentra con una historia fascinante, llenita a rebosar de luces y sombras – como corresponde a cualquier ser humano – en la que sí podemos coincidir en algo con la versión oficial: original era un rato el hombre. Todo lo demás está abierto a interpretaciones, porque no estamos ante un personaje lineal precisamente ni mucho menos aburrido y gris. De hecho, como militar MacArthur no tenía término medio: podía ser tanto un estratega brillante como cagarla estrepitosamente con una planificación y ejecución tirando a lamentable. De hecho, como persona tampoco tenía término medio. Podríamos resumir todo esto afirmando que el bueno de Douglas es el Curro Romero de la cosa bélica. Pero claro, aquí acabaría el artículo y no sé si recuerdan que a este blog hay que venir equipado para leer ladrillos completos, así que vamos a proceder con la trayectoria de tan ilustre varón. Eso sí, ya les aviso que aunque la vida de este señor es altamente interesante, me voy a centrar en su actuación en los Güonder Yiars de Filipinas y el Pacífico, cuando ya contaba unos 60 años más o menos, ahí es nada. Allá vamos.

Douglas MacArthur nació en 1.880 en Little Rock, provincia de Arkansas. Por aquel entonces su padre estaba destinado en la frontera del Salvaje Oeste y el niño creció yendo de fuerte en fuerte con los soldados, montando a caballo y escuchando el rollo de su padre al estilo Simba en el Rey León sobre su destino, la tradición guerrera familiar y suponemos que lo del ciclo de la vida. Aun así, estas enseñanzas eran poca cosa en comparación con la brasa que le dio su madre, Mary Pinkney Hardy – alias Pinkie – al lado de la cual un clérigo talibán parecía un perroflauta libertario de vacaciones. Esta buena señora, cuya ambición no conocía límites, aplastó a su hijo bajo una pesada losa de deber hacia la Patria, hacia Dios y la Familia. No, no era carlista, hasta donde se sabe. Convirtió al pequeño Douglas en un “mamma’s boy”  de manual al que incluso vistió de niña hasta los cinco años, y se encargó de supervisar su carrera de cabo a rabo, suponemos que protegiéndolo de todos esos zorrones sueltos, que como todo varón sabe, están agazapados tras cada esquina para arrastrarnos lejos de mamá a una vida de pecado y que hay que ver cómo se retrasan…perdón, volvamos al asunto que me disperso.

MacArthur no era especialmente brillante ni intelectual ni físicamente, ni destacó precozmente en nada. Pero sin embargo, a base de mucha perseverancia y empeño, además de ese método que los españoles hemos elevado a las más altas cotas de sofisticación técnica, el enchufe, consiguió entrar en West Point en 1899 después de un buen número de fracasos en otras academias militares que el abuelo iba sondeando. Para que se hagan una idea de lo que le cayó encima a Douglas en el reparto de cartas de la vida, Pinkie allá que se fue con él, se alojó al ladito de la Academia y se dedicó a supervisar diariamente a su nene los 4 años, 4 que MacArthur pasó allí. El chaval compensó sus limitaciones dejándose las pestañas estudiando en pos de su Destino Universal para agradar a su madre, y también comenzó a mostrarse insubordinado, egocéntrico y desafiante ante la autoridad, porque su papá Mufasa también le explicó lo de la cueva de las hienas: profundamente resentido por no haber logrado entrar en el Estado Mayor del Ejército, culpaba de ello a sus superiores y especialmente si eran cargos civiles.

Los primeros destinos del flamante graduado fueron también obtenidos a cuenta de las influencias familiares: nada más salir de West Point, MacArthur fue destinado casualmente a Filipinas, donde también casualmente su padre había sido nombrado gobernador después la guerra con España. Aquí se inicia una constante en los primeros años castrenses del chico en el cuerpo de Ingenieros, bien acompañando a papá, bien en puestos más bien burocráticos destinados a hacer la pelotilla…contactos para promover su carrera. El caso es que no le gustaba, ni estaba muy motivado para ello: los informes de sus superiores sobre el teniente MacArthur oscilan entre muy negativos o devastadores. En 1912 su padre muere de un infarto, y la madre reclama a su hijo desesperadamente a su lado. Ahora sí que todo el peso de la tradición recae en Douglas, justo a tiempo para el estallido de la I Guerra Mundial. Bien colocado por la familia, asesoró al secretario de Guerra convenciéndole para formar la división Rainbow, y en 1917, después de estar sus primeros 14 años en la mili tocándose los coj…aprendiendo el oficio, se fue para Francia como miembro del Estado Mayor. 

Para entonces, Douglas ya había desarrollado las extravagantes características de personalidad que pudo comprobar todo el que trató con él: narcisista hasta extremos insoportables, era teatral, vanidoso e irritante. Así tapaba inseguridades propias, que se traducían en un buen montón de fobias y manías: a las heridas, los enfermos, los entierros, etc., etc., etc. Vamos, todo lo que se interpusiera en su destino manifiesto. No me voy a extender mucho, porque para eso se me leen un análisis clínico del personaje si les interesa ampliar, pero quédense con que sus problemas psicológicos van a interferir mucho en su carrera militar. La cuestión es que en Europa montó un número de “mira-si-soy-valiente” y se tragó todas sus neuras, mostrándose insensible al peligro en pro de su imagen, por lo que obtuvo un capazo de medallas y la atención de la prensa, que será también una constante en su carrera. Tras volver a EE.UU. en 1919 y no les aburro mucho más, MacArthur ocupó cargos tan arriesgados como responsable del Comité Olímpico Estadounidense en Amsterdam, siguió medrando gracias a los contactos de mamá, ascendiendo en el escalafón, alternando con contactos a pesar de su incapacidad para hacer amigos y ahí le tenemos en 1929 siendo comandante del Departamento de Filipinas (como papá) en su tercera misión allá, en 1932 entrando de la mano de Hoover como Jefe de Estado Mayor del Ejército (mejor que papá)…y entonces gana Roosevelt las elecciones.

Significado con el Partido republicano, profundamente antipacifista y anticomunista, en el sentido amplio de la palabra que le dan los republicanos, MacArthur dispersó a bayoneta calada una manifa de veteranos de la I Guerra Mundial (que él presentó como progres perroflautas) y fue puntualmente cesado por Franklin Delano. Ambos personajes se llevaban fatal, hasta el punto de que Roosevelt lo etiquetaba como demagogo peligroso. Como quiera que no era el único alto cargo que pensaba que Douglas era un consumado soldado-actor y vedette, la autonomía de Filipinas les dio la excusa perfecta para mandarlo allá en 1935 con la misión de entrenar un ejército autóctono. El vínculo con las Islas era por entonces casi tan grande como su ego; se alojó en el hotel Manila  – donde pasó parte de su infancia – con un estatus equivalente al presidente Quezón y procedió a hacerse auto-nombrar “Mariscal de Campo” del inexistente Ejército Filipino. Además de comportarse como un gobernador colonial absolutista, se dedicó a extender sus negocios y redes de influencia por las islas, e intrigar en Washington en favor de los candidatos republicanos.

Pero montar un ejército de un país semiindependiente no era un capricho estadounidense, sino que se enmarcaba en la tarea de poner en marcha la parte filipina del Plan Orange, diseñado para librar una futura guerra con Japón. En pocas palabras, no se tenían muchas esperanzas de poder rechazar una invasión de las Islas, así que consistía en dejar que el enemigo desembarcara y establecer un fuerte cinturón defensivo alrededor de Malina para resistir en inferioridad numérica todo lo posible hasta la llegada de refuerzos. Dadas las fuerzas disponibles y la poca fiabilidad de las mal pertrechadas y organizadas unidades filipinas, este dispositivo era bastante realista. En Julio de 1941, MacArthur recibió el mando militar de las fuerzas del Departamento de las Filipinas, y ahora viene cuando empiezan los tiros, así que pongámonos el casco y veamos al general en acción.

A primera vista, la hoja de servicios del sesentón al mando era intachable: había ocupado nosecuántos cargos, obtenido honores y medallas, exjefe del Estado Mayor, y además conocedor del terreno. Vamos, que parecía el más indicado para el cargo. Sin embargo, la cochina verdad era que MacArthur se había pasado aproximadamente 38 años en el Ejército habiendo entrado en combate dos veces: unos tiritos en México en 1914 y la experiencia con la División Rainbow. Técnicamente no había sido derrotado jamás, pero claro…tampoco es que hubiera pisado mucho el campo de batalla. Por todo esto, su comprensión de los detalles tácticos y operativos era muy limitada, él hablaba en “términos generales”. Por otra parte, el monstruoso ego de MacArthur, del tamaño de la catedral de Burgos, no sólo le hizo creerse su propio mito de infalibilidad sino que le llevó a rodearse de un Estado Mayor de mediocres más dispuestos a hacerle la pelota que otra cosa, ya que no soportaba que le llevaran la contraria o le criticasen; los contemporáneos decían que constituía más bien “una corte”. Eso sí, su horario de comidas y descanso era prusianamente cumplido así cayera fuego del cielo, disponía de médico personal y se vestía de forma estrafalaria con todas sus medallas a cuestas en cuanto podía.

Un personaje semejante no podía simplemente aceptar un plan no diseñado por él, así que decidió cambiarlo en octubre de 1941: era impensable ceder terreno a los japos, había que defender las islas en las mismas playas. El pequeño inconveniente era que se necesitarían aproximadamente unos 200.000 combatientes filipinos, pues se calculaba la invasión en unos 300.000 soldados imperiales. Con todo su armamento y pertrechos, obviamente. Es decir, para que la idea surtiera efecto, Douglas necesitaba contar con el doble de tropas filipinas de las que tenía, equipadas y entrenadas decentemente, lo cual era bastante imposible. Pero no dejemos que la cochina realidad nos estropee una bonita fantasía, ¿verdad? Así que MacArthur se quejó, insistió, chantajeó, peloteó y mintió  sobre la calidad de sus tropas – era bastante mentiroso – para que el Estado Mayor aliado le aprobara la chapuza. Procedió a repartirlas por toda la isla y se quedó tan pancho en su complacencia; poco antes de estallar la guerra siguió haciendo declaraciones sobre la imposibilidad de que Japón invadiera SUS islas. Aquí tienen el primer ejemplo de oficial de ingenieros que no se pone en el caso peor.

El caso es que el Día de la Infamia +1, los aviones nipones se pasaron por sus queridas islas y se crujieron unos 100 aparatos entre cazas y bombarderos estacionaditos en sus aeródromos porque MacArthur no se había decidido por ninguna de las opciones que barajaban sus subordinados (llevárselos lejos del alcance enemigo o bombardear sus bases de aprovisionamiento), autorizando ambas y provocando el comprensible caos. Después de perder más de la mitad de su fuerza aérea en unas horas, pasaron dos semanas sin que el señorito considerara la opción de revisar su plan. Más que nada por el hecho de que si ya era complicado defender todas las playas de un archipiélago de unas 7.000 islas repartiendo filipinos mal armados por ahí, sin aviación que llevarse a la boca la cosa adquiría tintes épicos.

El caso es que MacArthur no carecía de dotes militares y pronosticó correctamente dónde desembarcarían los japoneses y cuál sería su plan: por el golfo de Lingayen valle abajo para capturar Manila. Los primeros informes sobre los movimientos de los escasos 40.000 hombres del general Homma hablaban de éxito total y de divisiones filipinas huyendo, pero Douglas simplemente se negó a creérselo y afirmó sin ninguna base que el enemigo había sido rechazado. En otras palabras, se aferraba patológicamente a su propio mito, la derrota era inconcebible.

Pero la realidad es muy tozuda, todavía más que un nacionalista ibérico, así que en mitad de la desbandada local y con sus hombres retirándose hacia Manila, por fin tomó la decisión de volver al plan Orange 3 original. Decisión que en mitad de la campaña resultó un desastre: los suministros que debían haberse quedado en Bataan estaban en tránsito hacia las playas siguiendo las órdenes de MacArthur y cuando se dio marcha atrás fue demasiado tarde. Una parte fue capturada por el enemigo, otra se perdió y otra llegó al cuartel general norteamericano. A estas alturas MacArthur había entrado ya en una depresión viendo lo que se le venía encima; ordenó al pobre general Wainwright que organizara las líneas defensivas y se retiró a su búnker del Túnel de Malinta con todas sus manías a cuestas, sin dejarse ver por el frente, lo que le valió el apodo de “Dugout Doug” – Dugout es fortín, refugio o escondite – entre las tropas. El hecho de que se muriesen de hambre mientras en Manila disfrutaban de provisiones y pertrechos tampoco ayudó a la buena fama de MacArthur. La resistencia feroz de Wainwright se vio favorecida por el hecho de que el Alto Mando japonés, viendo tan fácil la campaña, reemplazara divisiones de elite por reservistas. Para que vean que aquí las meteduras de pata no conocen fronteras. Mientras sus hombres se dejaban la sangre y el estómago en el frente, MacArthur (que debía estar en estado de shock al ver cómo su ilusión de grandeza e invencibilidad se desmoronaba) hacía profusas declaraciones a la prensa sobre resistir hasta el final, se quejaba amargamente y entraba en una fase francamente insufrible. La herida narcisista era demasiado abrumadora para él.

La Casa Blanca decidió impedir que su “comandante-actor” se convirtiera en un mártir y ordenó su evacuación para el 12 de Marzo de 1942: el general salió de Corregidor con su familia en plan dramático y diciendo aquello de “I shall return!”. La resistencia continuaría un tiempo más, hasta la rendición de las últimas tropas en Junio. Un detalle bastante mezquino y seguramente motivado por envidia fue la negativa de MacArthur a que a Wainwright le concedieran la Medalla al Honor “por no haber hecho nada para merecerla”.

Esta derrota podría haber supuesto el fin de la carrera de MacArthur y su discreta jubilación, pero sin embargo se le trasladó a Australia, donde se le encomendó el mando Aliado del Teatro de operaciones del Pacífico Oriental. Los motivos de esta demostración práctica de la patada ascendente son diversos: por una parte, era muy popular entre la opinión pública y tenía enormes influencias en el Partido Republicano. Por la otra, con sus dramáticas actuaciones había convertido una ignominiosa derrota en una especie de “afrenta” que había que lavar en un momento en que la moral estadounidense tocaba fondo. Por último, a pesar de sus evidentes flaquezas, era posiblemente el mando del U.S. Army más capaz del Pacífico.

Así que MacArthur y su Corte de los Milagros montaron su circo habitual en Australia y se dedicaron a preparar el que desde entonces fue el único objetivo del general: no ganar la guerra, no. Volver a Filipinas, arrebatársela a los japoneses y reparar así su maltrecho ego. Filipinas es mía y me la f…bueno, eso, que MacArthur perdió la perspectiva sacrificando el esfuerzo de guerra en el altar de su problemática personal. A partir de aquí, MacArthur se sirvió para sus fines de su influencia sobre el presidente australiano para disponer de su ejército (y saltarse así la cadena de mando estadounidense), y tener peleas de proporciones épicas con el Almirante King, otro tremendo ego con patas, aunque este era más bien del tipo desagradable: usaba el terror con sus subordinados, les amargaba la existencia y además era bebedor, fumador y mujeriego compulsivo.

El escenario donde continuaba la guerra del Pacífico pasó al cinturón de Nueva Guinea y las Salomón, donde ambas partes pugnaban por colocar aeródromos desde donde bombardear las flotas y el aprovisionamiento enemigo. Aquí surgirán disputas sobre cómo continuar el conflicto, tanto estratégicas como tácticas, que se irán “ensayando” en la ensalada de hostias aeronaval y terrestre que tendrá lugar alrededor de estos archipiélagos. Se dice generalmente que MacArthur era partidario de usar potencia de fuego aeronaval concentrada para neutralizar o capturar bases, aeródromos  y puntos clave del enemigo, seguidos de desembarcos anfibios en lugares escogidos que procurasen rodear y evitar las concentraciones de infantería enemiga, más que la estrategia del “island hopping” o conquista de isla en isla, una serie de asaltos frontales que según él aumentarían el número de bajas a niveles insoportables, como después ocurrió.

El caso es que MacArthur no estaba errado en absoluto, al contrario, era una buena idea. Pero sin embargo, lo que no se suele mencionar es que en sus campañas en Nueva Guinea, solía despreciar la capacidad del enemigo y calibrar sus efectivos muy a la baja, aparte de no acertar muy bien con el lugar donde dar el golpe, lo que llevaba a sus sufridos regimientos a desembarcar en lugares infestados de japoneses con muy mala leche y teniendo invariablemente que ser auxiliados por tropas de refresco para evitar el colapso. En otras palabras, cuando se veía apurado, MacArthur montaba su número habitual y usaba todas sus habilidades para pedir ayuda a la Navy, a los Marines, a los australianos o a la USAF. No hay que ser un genio militar para suponer que las bajas en las operaciones de Nueva Guinea no debieron ser precisamente pequeñas en vista del panorama, así que para sostener su teoría, MacArthur recurrió de nuevo a mentir como un bellaco. MacArthur sufrió 24.000 bajas en combate en esta campaña, de las que 17.000 eran sufridos australianos. Tampoco se menciona que el desarrollo de esta doctrina táctica estaba pensado para llevarle a las Filipinas lo más rápido posible dejando atrás núcleos de tropas enemigas.

Hacia 1944 y después de que la Armada Imperial (esos japoneses fans de Lucas…) se dejara un gran número de irreemplazables barcos de guerra, aviones y todo lo demás en las batallas alrededor de las Salomón, los USA estaban listos para el contragolpe. Una opción que seguía el plan Orange era dirigirse con una fuerza aeronaval desde el Este, y subir en dirección a Formosa, ocupando islas donde poner bases aéreas con el Japón a tiro. Este plan, favorito de la Marina, dejaba las Filipinas como escenario marginal de la guerra, y ah, eso sí que no. Para nuestro héroe, la conquista de Filipinas iba antes que atacar Japón, actitud incomprensible si no supiéramos de sus motivaciones personales. Las peleas arreciaron, tuvo que mediar el Presidente y finalmente MacArthur se salió con la suya apelando a argumentos tanto estratégicos (atacar Filipinas afectaba a la capacidad productiva de Japón) como morales (los hemos dejado tirados, pobres, ellos tan leales, se lo debemos), que en el fondo ocultaban un interés sentimental y puramente personal. Además del recurso al chantaje, la insubordinación y el pataleo, claro.

El caso es que se salió con la suya, y – “ni pa ti ni pa mí” – le autorizaron un plan de invasión limitada de Filipinas que calcaba el plan japonés de 1941 y se centraba en Luzón. MacArthur hizo lo que le salió del escroto, empezando la fiesta por un desembarco no autorizado en Leyte de su 8º Ejército. La idea era que Yamashita, el general encargado de la defensa, distrajera suficientes tropas en Leyte como para darle una colleja en Luzón con probabilidades de éxito. Nuevamente MacArthur hizo las cuentas del Gran Capitán, porque toda la carne en el asador que Yamashita echó en cuanto los aliados pusieron pie en las playas de Taclobán (22 de octubre de 1944), fue puntualmente repuesta desde Tokio, que consideraba que concentrando esfuerzos aún podían derrotar a los americanos en escenarios concretos. Así que los hombres del 8º Ejército de Douglas – que anticipándose a nuestro Manolón Fraga hizo el número del bañito en la playa con fotógrafos y discursitos grandilocuentes, pero al revés, desde el mar hacia tierra – se vieron pronto en situación bastante complicada. MacArthur urgía a la Marina de nuevo que le despejara la ruta hacia el golfo de Lingayen, pero los ataques aéreos, incluidos kamikazes, y los restos de la flota japonesa en unas aguas complicadísimas retrasaban la operación: todo el corre-que-te-pillo de las dos armadas por la zona se conoce popularmente como “batalla del Golfo de Leyte”. Una vez llegado a sus Islas queridas, pasándose su propia doctrina táctica por el forro, MacArthur cambió de nuevo al asalto frontal, porque aquí sí había que reconquistar cada palmo de terreno.

Finalmente el grueso de la fuerza de invasión desembarcó en Lingayen el 9 de Enero de 1945, con parte del 6º Ejército (tuvo que desviar tres divisiones a ayudar a los del 8º). El plan era, oh, sorpresa, bajar por el valle hacia Manila y capturarla. En otra demostración de su personalidad narcisista, la captura la fijó para el día de su cumpleaños. Pero Yamashita, que dividió a sus hombres en tres grupos de combate que repartió por las zonas de las sierras y las junglas, le atacó desde ambos flancos (mírenme el maaaapa), paralizando el avance y sumiendo de nuevo a MacArthur en la más absoluta de las confusiones, como cada vez que las cosas no salían según lo previsto. No sólo no pudo cumplir su sueño megalómano de recuperar Manila en su aniversario, sino que la batalla por la ciudad fue un espantoso baño de sangre, especialmente para los civiles, puesto que murieron más de 100.000 entre sus ruinas.

Durante muchos meses, la brillante defensa de Yamashita humilló una y otra vez a MacArthur, que no consiguió la rendición japonesa hasta el 15 de Agosto de 1945.  Lo único que salvó a Douglas del oprobio fue que, por suerte para él, la atención de la opinión pública norteamericana – y del Estado Mayor Conjunto Aliado – estaba puesta ya en la toma de Okinawa y el ataque sobre Japón, así que le dejaron hacer, con resultados desastrosos: en esta penosa campaña se batieron varios récords en tasas de bajas en el ejército estadounidense (62.000 muertos y heridos en combate, y lo más llamativo, 92.000 por enfermedad).

La ceremonia de rendición del Japón, a bordo del USS Missouri, fue toda una puesta en escena a la medida de MacArthur, que dirigió del espectáculo y cumplió su papel a la perfección, disfrutando más que un cochino en una charca de barro. También lo hizo hasta 1951 desempeñando el puesto de gobernador del Japón ocupado: por fin era todo un Julio César contemporáneo, ejerciendo el poder absoluto cual procónsul romano. El “virreinato” de MacArthur tuvo algunas sombras como el contraste entre algunos pasteleos con criminales de guerra manifiestos – incluimos aquí el pasar de puntillas sobre la responsabilidad del propio Hirohito – y una nueva muestra de esa mezquindad que aparecía en el general cada vez que consideraba que alguien le había puesto en evidencia: Yamashita, que en un noble gesto se había rendido (cosa poco habitual entre los oficiales japoneses) para exonerar a sus hombres de cualquier represalia asumiéndola él, fue acusado de una matanza en la que no estuvo implicado y finalmente ahorcado tras los juicios por crímenes de guerra en Tokio. Muchísimos observadores llegaron a la conclusión de que fue una venganza perra de MacArthur. Pero en general, se encargó de dar las directrices para la recuperación del Japón, redactó su Constitución y estuvo muy cómodo en sushogunado.

Aún tuvo tiempo de dirigir la primera parte de la Guerra de Corea, en la que se comportó como de costumbre: tras idear una imaginativa operación de desembarco tras las líneas enemigas en Inchon que hizo retroceder a los norcoreanos, tardó nada menos que 11 días en recorrer las 20 millas que le separaban de Seúl, otra vez frenado por un enemigo respondón. Tras unos devaneos con la posibilidad de lanzar un pepino nuclear contra los comunistas (lo que podría haber provocado una simpática 3ª Guerra Mundial), volvió a insubordinarse y largar más de la cuenta, por lo que la Casa Blanca esta vez sí decidió jubilarlo para tener la fiesta en paz, sobre todo con los aliados extranjeros de la ONU y lo mandó al retiro en sus queridas Filipinas, donde falleció en 1964. Así que ya ven, a pesar de todos los pesares, MacArthur se salió con la suya y se convirtió en leyenda. Por pesado.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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