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Guía de supervivencia ideológica (III): Nacionalismo (II), banderas de nuestros padres

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Nos encontramos en 1848. La burguesía revolucionaria se bate en retirada por toda la Europa autocrática. Las victoriosas tropas de los reyes de Austria, Rusia, Prusia y Francia (un Borbón reinstaurado por los vencedores de 1815) reprimen a su gusto a los protestones: la puesta de largo del nacionalismo ha sido todo un fracaso. Pero sólo aparente, porque los nacionalistas aprenderán muy bien la lección y cambiarán de táctica hasta conseguir un rotundo éxito; por sí solos los burgueses no tienen fuerza suficiente, así que hay que buscar alternativas. Si hasta ahora habíamos relatado el nacimiento, infancia y adolescencia del nacionalismo, vamos a contar ahora cómo se nos hace todo un hombretón, el bicho.

Como siempre, varios factores se van a combinar para propiciar este buen montón de cambios, que voy a resumirles en mi incalificable estilo porque no quiero que les duela la cabeza más de lo soportable, que luego se me van y se me precipita el contador de visitas al más insondable de los abismos. El primero es, cómo no, la tan traída y llevada segunda Revolución Industrial, cuyo impacto sociopolítico, más allá del económico, es simplemente brutal. La difusión del ferrocarril, el acero, la industria pesada, el telégrafo, y varios etcéteras más supondrán una drástica modificación de la forma de vida de los europeos. En lo que a la burguesía respecta, supone el cuerno de la abundancia y un buen caudal de dinero contante y sonante; un grupo de burgueses, con sus ideas políticas reformistas a cuestas (nacionalismo incluido) accederá a un poder económico aepnas soñado antes. Tanto que en algunos casos superará al de la más rancia aristocracia, que sigue viviendo de las clásicas rentas de la tierra mientras lleva el timón de los estados europeos.

El caso es que desde arriba las cosas se ven un poco diferentes; estas clases acomodadas se convertirán inevitablemente en conservadoras en cuanto pasen a “tocar pelo”, así que su ideología se transformará en consecuencia. Por tanto, mostrarán cierta tendencia a establecer relaciones más amistosas y fraternales con el otro ocupante de la cúspide de la pirámide social, la oligarquía aristócrata. Los más altos puestos de los Estados europeos son ahora accesibles a generaciones de burgueses con enorme poder, que para colmo adoptarán entusiasmados el llamado darwinismo social. Esto supondrá una nueva vuelta de tuerca en el proceso que lleva al nacionalismo hacia tintes pelin reaccionarios. La publicación en 1859 de “El origen de las especies”, de Darwin, provocó un revuelo enorme en la comunidad científica, pero también tuvo su consecuencia política: la idea central evolucionista de la supervivencia del “mejor adaptado” se trasladó a la carrera industrial de las potencias europeas, cambiando la cantinela por el “más fuerte”; las naciones débiles perecerán, las fuertes sobrevivirán (¿a que les suena?). Cualquier política exterior agresiva, colonialismo o imperialismo se podía justificar en aras de este pensamiento, que invadió prácticamente todas las cancillerías e impregnó decisivamente al nacionalismo de un aroma racista bastante desagradable.

Otra simpática consecuencia social de esta dramática transformación de la economía tiene lugar por abajo, entre el “plancton” europeo. Es la época de la toma de conciencia de las clases populares; se va a comenzar a oír hablar de “conciencia de clase”, de “emancipación obrera” y demás fraseología al uso. ¿Esto qué demonios significa? Bueno, lo vamos a explicar acudiendo a lo que contamos en el anterior episodio (no me diga que no lo ha leído…). ¿Recuerdan aquella cháchara sobre identidad, categorización social y todo lo demás? Bien, pues se trata básicamente de eso. Una parte significativa de la masa trabajadora ha pasado de ser campesino a obrero. Millones de europeos humildes, incultos y ágrafos, hombres, mujeres o niños, trabajan al menos 14 horas al día sin festivos ni vacaciones en las insalubres fábricas capitalistas. Y se amontonan en las nuevas ciudades industriales. Esta diferencia con respecto al campesinado es clave; aun compartiendo miseria, los agricultores viven dispersos en el entorno rural, semiaislados de todo, políticamente ignorantes e incomunicados. Por el contrario, los obreros habitan en las ciudades, cerca de los centros de poder. Así que les va calando por contacto algo de las nuevas ideologías burguesas. Pero además en su mayor parte vienen huyendo de la miseria del campo, por lo que sufren del mal típico del emigrante; el desarraigo. Es decir, luchan desesperadamente por crearse una nueva identidad. 

Esta situación explosiva disparará en esta pobre gente el proceso de adquisición de identidad del que hablamos. Entre los obreros se abre paso la consciencia de que son un grupo reconocible que posee rasgos comunes aparte del mono azul, y sobre todo, de que son una minoría explotada. Sí, he escrito bien, aunque sean muchísimos más que sus patronos, en lo que a poder sociopolítico se refiere son una minoría muy minoritaria. Es más, dado que muchos tienen parentela en el campo, lentamente entre los campesinos se difundirá esta forma de pensar. ¿Y qué camino ideológico van a tomar los perdedores de la Revolución Industrial, una vez que se saben diferentes y oprimidos? Pues hay bastantes opciones, todas orientadas a mejorar su situación, pero por la aproximación del punto gordo, lo dejaremos solamente en dos.

La primera consiste en lo siguiente; si consideramos nuestro grupo de pertenencia como “mejor” respecto a los otros, y nos vemos discriminados por ellos, trataremos de conseguir la igualdad (esto es, la dichosa “emancipación obrera”, o en plata, tener voz y voto), una mejor consideración, en definitiva, lo que los psicólogos de esto llaman distintividad social positiva. Este camino es grosso modo el del socialismo, que parte de la base de que un proletario (o sea, aquel cuya única posesión es su prole) es un pringao y un loser en manos del capital, independientemente de su nacionalidad. Pero a nosotros nos interesa la otra opción, porque no me he pasado a la siguiente entrega de golpe, no: seguimos hablando del nacionalismo. Esta segunda vía se basa en una percepción negativa del propio grupo y positiva de los otros. Se trata por tanto de imitar los rasgos de grupos favorecidos, procurando parecerse a ellos como modo de prosperar. Evidentemente no de la aristocracia, a la que prácticamente ni huelen, sino de uno mucho más cotidiano; la pequeña burguesía. Nacionalista, por más señas.

Si se dan cuenta, venimos comentando que el núcleo principal de agitadores políticos nacionalistas de la época son por lo general profesores, funcionarios o estudiantes universitarios. Es decir, los que controlan y acaparan la administración del Estado y la educación. Desde este puesto privilegiado, tratarán durante la segunda mitad del XIX de pescar apoyos en el caladero de las masas populares explotando el fenómeno que acabo de explicarles. El mensaje es muy claro y nada sutil; para aspirar a subir en el escalafón, ocupar alguna profesión liberal, un puesto de funcionario, en definitiva, para mejorar socialmente, hay que hablar tal o cual lengua, hay que “ser” de tal o cual cultura, hay que “sentir” la llamada de la patria que ellos digan. Himnos, banderas y pasados milenarios inventados para todos, a ser posible con fronteras delimitadas al gusto y algún feroz enemigo extranjero; se trata de la ilusión política de combinar lengua, estado y territorio. Usarán además el incipiente acceso de las masas a escuelas elementales para transmitirlo. Obviamente no se trata de homologarlos con la burguesía, sino sólo de obtener el beneplácito político popular, que conciban ese estado de cosas como el normal, el que debe ser. En pocas palabras, se trata de un proceso de homogeneización cultural deliberada, una novedosa obra de ingeniería social, aprovechar y reconducir la fuerza del número en tu favor. ¿Qué? ¿Que les viene a la cabeza alguna Comunidad Autónoma del Imperio? Tsk, tsk, hay que ver qué malos son ustedes…

Con lo despiertos que son mis pocos pero selectos lectores, ya habrán adivinado que esto enemistará a los nacionalistas con el internacionalismo socialista, y tendrán toda la razón del mundo; a partir de entonces ambas ideologías competirán a brazo partido por arrastrar a los currelas a su bando. El nacionalismo tendrá mucho éxito entre el campesinado, por su fuerte componente tradicionalista de arraigo territorial y cultural, y menos entre los obreros, todos mezclados y arrejuntados hechos un sindios en las ciudades.

Este doble proceso de poner una vela a dios y otra al diablo de la burguesía, ¿en qué se traduce en el desarrollo de los acontecimientos políticos? Pues vamos a entrar en las batallitas por fin, ¡¡ha llegado la hora de las tortas!! El nacionalismo triunfante, de la manita de la burguesía, se manifestará de dos formas principales, ambas igualmente traumáticas.

El integrador, característico de italianos y alemanes, cristalizará en la creación de estos dos estados-nación tan poderosos y anteriormente inexistentes, y el proceso será muy similar en ambos. Los movimientos nacionalistas respectivos se agruparán alrededor de un núcleo ya existente y se mirarán en él como promotor y modelo a seguir (Prusia en el caso alemán y Saboya en el italiano); esta es la “pata” aristocrática. En las antípodas, la agitación popular y el adoctrinamiento de las masas, que apoyarán la unificación, por supuesto en contra de algún enemigo “tradicional” de la nonata patria; contra Francia para los alemanes y contra Austria para italianos. No es casual que los artífices de la unificación italiana sean por un lado el rey de Saboya y su archiburgués primer ministro Cavour, y Garibaldi y su movimiento de resistencia popular por el otro. Ni que en el momento de producirse, tan sólo el 2% de la población (¿adivinan quiénes?) hablase lo que hoy conocemos como italiano. Tampoco que Bismarck, prusianísimo junker (alta aristocracia terrateniente de lo que hoy es territorio polaco) de los de toda la vida y absoluto crack de la política, lo sea para Alemania, y consiga la unificación infligiendo una derrota muy dolorosa a Francia en la guerra de 1870. Las nuevas naciones pugnarán vigorosamente por hacerse un hueco y ganarse el “respeto” de las preexistentes, lo que provocará un reguero de roces diplomáticos y sus divertidas derivaciones (barcos de guerra con cascos de acero, reclutamientos en masa, fusiles de repetición y otros juguetes que hacen pupita).

Pero también encontramos un impulso desintegrador en el nacionalismo, centrado sobre todo en Europa central y oriental. Concretamente hay un par de estados que tienen muuuuy mala pinta; el Imperio Austro-Húngaro (el artista conocido como Austria, Imperio Habsburgo, en fin, la Sissi, ustedes ya saben), con montones de “nacionalidades” efervescentes dentro de sus fronteras, tanto que en 1869 ya había tenido que acudir a una solución de compromiso, la doble corona, traducido al cristiano como “este trozo para que los magiares exploten a rumanos o serbios y este otro trozo para germanos, que oprimirán a rutenos, checos y eslovacos” y el Imperio Otomano, el “enfermo de Europa”, al que todas las demás potencias deseaban pronta defunción para rapiñar un cacho, lleno de griegos, bosnios, albaneses y otras gentes. El impresionante potencial ruso en cuanto a recursos le permitía al zar mantener sujetos a base de leches (otros amantes de la sutileza, los rusos) a ucranianos, bálticos, y mejor que peor a los irreductibles y por tres veces repartidos polacos.

¿Qué hay de Francia e Inglaterra? No se puede decir que estas dos principales potencias mundiales sean inmunes a las corrientes nacionalistas, pero el hecho de ser las primeras en industrializar, y por tanto, en disponer de masas obreras concienciadas, hará que tengan infinitamente más dolores de cabeza procedentes del socialismo, por no hablar de que se trata de estados consolidados con una tradición de soberanía ostentada principalmente por la burguesía. ¿España? No me hagan reír…bueeeeno, va, venga. La heterogeneidad cultural hispana propiciará la aparición de nacionalismos como el vasco o el catalán, que mantendrán un perfil más bien bajo hasta que se pierdan las últimas colonias y por tanto la fuente principal de ingresos de ciertos burgueses sobre todo catalanes. Pero de España hablaremos detalladamente en otra serie.

Así llegamos al siglo XX, con todas las potencias lanzadas a la carrera industrial, con sus elites inmersas en agresivas doctrinas políticas nacionalistas de superioridad por cualquier medio, millones de obreros pugnando por hacerse un sitio a golpe de huelga general revolucionaria (lean rebelión armada), explotación imperialista del resto del mundo para acumular recursos y por tanto, poder, naciones que se diluyen, otras que surgen…no es extraño que quién más o quién menos estuviese deseando medírsela medirse con el vecino. La compleja maraña de alianzas hará que finalmente un incidente “menor”, el asesinato del heredero de la doble corona austríaca a manos de nacionalistas serbobosnios, desencadene una reacción en cadena llamada la Gran Guerra, acogida con sorprendente entusiasmo, visto desde hoy. Menos para la Internacional Obrera, que animaba a su gente a la insumisión; estaba muy feo que los obreros se mataran entre ellos en virtud de intereses burgueses.

El amplio eco que tuvo la llamada a filas en toda Europa habla por sí solo del éxito nacionalista y de la derrota del movimiento obrero. Las clases populares corrieron alegremente a hacerse matar en las masacres bélicas más impresionantes que el mundo había conocido; estamos ante la primera guerra de la era industrial. La forma de hacer la guerra cambió para siempre, las potencias en liza movilizaron todos sus recursos y lucharon hasta la extenuación. Finalmente, Alemania no pudo más y se rindió en 1918.

Este tremendo trauma colectivo trajo consecuencias de todo tipo. El colapso de la autocracia zarista, sustituida por el primer estado proletario de la historia reanimó el panorama del movimiento obrero; las masas reverdecieron la lucha en los países industrializados. Al fin y al cabo, las ambiciones de la burguesía les habían llevado al desastre. Pero el nacimiento de la URSS va a influir también profundamente en la redacción de los tratados de paz de París, y por tanto en el mapa de Europa de postguerra y la relación de potencias resultante. Aquí es donde vamos a ver cómo es posible meter la pata hasta el cuezo estando cargado de las mejores intenciones; señoras y señores, les presento a Woodrow Wilson, presidente de los EEUU y muñidor del futuro desastre que conocemos por II Guerra Mundial. Él no quería.

El motivo principal del agotamiento alemán tuvo mucho que ver con la ruptura de la doctrina aislacionista estadounidense, que le declaró la guerra en 1917 y trasladó más de un millón de sanotes reclutas procedentes de Oklahoma, Virginia o Arkansas al frente occidental. Por tanto, tras el armisticio y entre el alivio general por el fin de la pesadilla, el presidente Wilson se presentó triunfante en París con unas ideas que parecen salidas de los sueños húmedos de ZP y Obama puestos en fila. Su lista de 14 puntos era una especie de “tol mundo e güeno”, era la receta que iba a acabar con todas las guerras (se difundió la creencia de que la Gran Guerra iba a ser la última), la que aseguraría la paz eterna, la concordia y el amor fraternal entre países mediante la creación entre otras cosas de una “Sociedad de Naciones” antecesora de la ONU y también una proclama por el derecho universal…a la autodeterminación.

Este punto, que se reveló desastroso a posteriori, tiene dos lecturas. La teletubbie wishful-thinking del idealismo de Wilson (que se debió creer una especie de mesías de la paz y el buen rollito), al que le pareció que al fin y al cabo la desaparición de los imperios otomano y austrohúngaro y su sustitución por un puñado de países nuevos era un hecho consumado, y que total, en EEUU no se estilaba eso del nacionalismo, porque allí todos los pueblos vivían más o menos juntos, aunque no revueltos. Es más, en principio no había nada malo en eso, ni afectaba para nada a los intereses norteamericanos. La otra, mucho menos inocente, trataba de aislar internacionalmente a la URSS como si de una colonia de leprosos se tratara, evitando el “contagio” socialista mediante un “cordón sanitario” de países-tapón como Polonia, Ucrania, los tres bálticos, Hungría, Rumanía, Yugoslavia o Checoslovaquia. A Europa no la conocía ni la madre que la parió, pero Wilson se volvió en olor de multitud a los USA como salvador de la humanidad, a disfrutar de su nuevo estatus de acreedor del resto del mundo. 

El sistema “café para todos”, o “marica el último”, como prefieran, pronto se reveló una chapuza mayúscula. Inglaterra y Francia cayeron sobre las antiguas provincias otomanas, y en nombre de la dichosa autodeterminación, pusieron y quitaron como les pareció, dando lugar a lo que hoy conocemos como el cansinísimo “conflicto de Oriente Medio”. Los nuevos países centroeuropeos se lanzaron con alegría temeraria a atacar a la Unión Soviética en su guerra civil, ganándose las simpatías eternas de los rojillos. Pero lo más importante es que esta distribución de nuevos estados-nación fruto de aspiraciones nacionalistas pasó por alto que dentro de cada uno existían a su vez considerables “minorías nacionales”, y es que el revoltijo cultural europeo era de tales proporciones que resultaba imposible ordenarlo según la doctrina nacionalista. Estas minorías eran potenciales generadoras de reivindicaciones territoriales, o lo que es lo mismo, futuras raciones de garrotazos.

Todo quedó así dispuesto en tenso equilibrio para que se desatara un desastre. El nacionalismo permaneció, gracias a la paz de París, en primer plano de la agenda europea. El éxito de la consolidación de la URSS como potencia mundial en ciernes provocó que la burguesía occidental se enrocara aún más en sus posiciones, reprimiendo brutalmente la causa obrera, cada día más respondona y violenta. Es el punto álgido de la lucha de clases, y tras la crisis del 29, la aparición de los totalitarismos fascista y nacionalsocialista. Ambos de componente nacionalista y base popular, fueron captando el descontento de los empobrecidos, con la benevolencia de las clases altas, que los veían como la solución anticomunista. Pero este fondo nacionalista tan agresivo vaticinaba borrascas en el horizonte. Y así fue, puesto que el entrañable cabo austríaco de todos conocido enarboló el estandarte de la autodeterminación tan querida por Wilson ante la Sociedad de Naciones para reclamar cualquier cacho de terreno en que habitara un individuo de cultura germana, y desató así la Madre de Todas las Hostias.

La mayor matanza de la Historia acabó con la derrota del Eje y la caída tanto del nacionalismo como el comunismo del primer plano del ideario europeo. EEUU tuteló la posguerra, esta vez de forma efectiva y eficiente, e impuso una versión de su organización bipartidista de programa ideológico “aguado”, incidiendo en el desarrollo económico como solución a aspiraciones políticas de tipo más radical. Los dos viejos antagonistas ideológicos pasaron a las regiones del Cercano, el Medio y el Extremo Oriente, que los tomaron como bandera de su independencia colonial (generando los conflictos de rigor, capitalizados por las superpotencias de la Guerra Fría según afinidad o rechazo).

Aparentemente el nacionalismo era una idea caduca, pero la fuerza de su mensaje, tan irracional y emotivo (no en vano es hijo del romanticismo), caló hondo. Tanto que actualmente está viviendo una dorada jubilación a partir de la caída de las últimas dictaduras europeas. La desaparición del bloque del Este y la reconversión disolución del franquismo facilitaron la salida a la luz del polvo de debajo de las alfombras; los nacionalismos latentes por los que la posguerra mundial patrocinada por EEUU pasó de largo, ocultos bajo el peso de la represión, rebrotaron con fuerza en estas regiones. Las repúblicas exsoviéticas, la tragedia yugoslava, las tensiones en España no dejan de ser de nuevo fuentes de conflicto, como corresponde a una ideología fuertemente discriminadora. Y es que es tán útil para provocar fricciones…¡que exagero? Prueben a cuestionarle el “temita” al nacionalista que tengan más cercano, hay muchos.

Sin salir de España, asistimos al espectáculo de la aparición de bochornosos regionalismos a imitación de los nacionalismos tradicionales y sus conquistas políticas, aldeanismos que por no tener no tienen ni siquiera una cultura diferenciada a la que agarrarse, así que directamente se la inventan para ver si pescan alguna improbable y etérea prebenda. Por su parte, los de “toda la vida” se han dotado de un barniz más acorde con la democracia, de tinte solidario, internacionalista y pacifista. Incluso algunos pasan por izquierdistas y modernos. Pero no se dejen engañar; es corrección política. En el fondo no tienen nada de socialista, como ya vimos, su única solidaridad reside en compartir “enemigo” y en su modus operandi, en lo esencial son nacionalismos disgregadores de tipo clásico (vamos, que ni modernos siquiera, como tanta otra ideología rampante). Además, todos los humanos cagamos igual y eso no nos hace internacionalistas, ¿no? ¿Que a dónde nos llevará todo esto? Pues no lo sé, soy (cuasi)historiador, no adivino. En algún momento imagino que no dará más de sí la cosa, porque al menos parece que se han asimilado cuatro principios básicos de la democracia representativa, pero cualquiera sabe. Desde luego, yo espero y deseo que Eric Hobsbawm esté en lo cierto y sean los últimos estertores de un fósil del siglo XX. Aunque a saber qué fantabuloso invento lo sustituye. En el próximo episodio repasaremos otra controvertida ideología, no menos revoltosa. El socialismo, claro.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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