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Béla Tarr: Artesano del tiempo

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Convengamos una cosa, el Cine de Béla Tarr no es fácil.  Si hiciéramos el ejercicio de meter a diez personas en una sala de Cine que no conozcan nada de este director húngaro y proyectáramos cualquiera de sus películas, probablemente cuatro de esas personas abandonen la sala a los 30 primeros minutos de proyección, otras tres se queden dormidas roncando sobre sus butacas, una se quedará insistentemente como esperando a que algo impactante suceda y con suerte una última sabrá agradecer con paciencia y pasión el trabajo de este complejo director de Cine.

Hablar de “Cine Arte” y “Cine Comercial” es hacerle un flaco favor al espectador de Cine, el Cine es el “Séptimo Arte” per se y como toda expresión artística tiene géneros, texturas, colores y sabores diversos. Las personas tienden a asociar el concepto de “Cine Arte” con “películas lentas y aburridas”, y tal vez no estén tan lejos de tener razón, pero al aplicar esta presunción, se están perdiendo de buena parte de la Historia del Cine que sí vale la pena ver. Tal vez sea más preciso hablar de “Cine de Autor” o simplemente separar las que son sólo “Películas” de las que sí son “Cine”.  Lo que está claro, es que el húngaro Béla Tarr hace Cine y derechamente su cine es “lento”, entendiendo la lentitud según la velocidad de escenas por minuto a la que nos tiene mal acostumbrados el Cine hollywoodense, y el suyo es el trabajo de un artesano del tiempo, que hila fotogramas al ritmo de respiración de un anciano dormido, o a la velocidad de los sueños de un bebé en gestación.

Planos larguísimos y profundos, con una fotografía en blanco y negro y una manera muy particular de mover y sobre todo estacionar la cámara, para narrarnos una historia que en contenido puede ser bastante sencilla, pero en su complejidad formal y estética, la convierte en una pintura de interpretaciones diversas, que para muchos puede resultar sencillamente somnífera y para otros una auténtica obra de arte.

Béla Tarr utiliza la cámara como si fuese el dueño y señor de las agujas de un reloj en un tiempo paralelo, donde el espectador tiene el tiempo suficiente para recorrer todos los rincones de la pantalla y recoger tanto el contexto en el que se desarrolla la historia, como cada gesto, movimiento, aliento y expresión de los personajes que la conforman.  Su Cine está plagado de silencios, de paisajes humanos que deambulan como fantasmas en una realidad difusa, todo ocurre a la velocidad de una tortuga que intenta atravesar el desierto, nada la apura, las historias se desenvuelven a la velocidad adecuada, como ocurre con un parto o la marcha de los elefantes, pero sin agentes externos que amenacen su integridad y desarrollo.

Convengamos otra cosa, Béla Tarr es uno de los 5 directores más importantes del Cine Contemporáneo, y es a su vez el más aventajado de los alumnos indirectos de otro director húngaro, Miklós Jancsó, del que Tarr ha aprendido bastante bien la lección.

Si tuviésemos que hacer un parangón con otros directores de Cine para clarificar a qué tipo de creador estamos comentando, podríamos dar dos nombres rusos: Andrei Tarkovsky y Alexadr Sokurov.  Al primero, lo podemos recordar por la profundidad espiritual de su Cine, en obras como “Solaris” (1972), “Zerkalo” (El Espejo, 1975) o “Stalker” (1979) y al segundo por obras monumentales como “Russian Ark” (El Arca Rusa, 2002) y “Spiritual Voices” (1995).  En el mismo nivel de aporte y profundidad podríamos mencionar también a la realizadora belga Chantal Akerman, que irrumpe en el Cine con esa lección de planos fijos llamada “Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles” (1975) y esa compleja historia de amor titulada “Nuit et Jour” (1991).  Y aunque más cercano a Tarkovsky que a Tarr también podríamos reconocer al emergente director chileno José Luis Torres Leiva y su magnífica obra “El Cielo, la Tierra y la Lluvia” (2008) y al ya consagradísimo director mexicano Carlos Reygadas (que además bebe de la fuente de Carl Theodor Dreyer) con películas como “Japón”(2002) y “Stellet licht” (Luz Silenciosa, 2007).

El Cine de Béla Tarr es una lección de fotografía, profundidad sicológica y emocional, y es además el provocador de que directores tan reconocidos y populares como Gus Van Sant, diesen un giro en su forma de filmar y adoptara sin complejos el estilo personal de Béla Tarr, en obras recientes como “Elephant” (2003) y “Last Days” (2005).

En cualquier lista de final de año y de cualquier publicación, es imperdonable que en los 100 títulos más importantes de la historia del Cine no figure una obra mastodóntica y fundamental como “Sátántangó”, de la cual la reconocida cinéfila, novelista y también cineastaSusan Sontag declarara: “Tengo que verla al menos una vez al año durante el resto de mi vida”.

Convengamos también una tercera cosa, Béla Tarr ha sido manjar para tontos intelectuales que se creen más inteligentes, más capaces y más artistas que el resto de nosotros los mortales, sólo por el hecho de que dicen disfrutar, entender y adorar el trabajo de este director húngaro fundamental, que sigue resultando ser un desconocido para Occidente y en particular para espectadores Latinoamericanos. Cuando en realidad el Cine y en general cualquier manifestación de arte, más que tratar de “entenderla”, uno debe “sentirla” con el corazón y las entrañas.  No obstante, dejando fuera esa pedantería, que así como la encontramos en el Cine, también es posible encontrarla en la pintura, en el teatro y en otras manifestaciones del arte, no es un Cine de gusto masivo y popular, partiendo por los extensos minutos de metraje, pasando por la fotografía en blanco y negro (aunque sí tiene películas filmadas en color) y rematando con la escasez de diálogos y los planos prolongados que avanzan a media décima de segundo por cada quince de proyección.

La obra cumbre de Béla Tarr es “Sátántangó” (1994), un trabajo de siete horas de duración, que pide prestados los ojos y el corazón del espectador para devolvérselos hechos pedazos.  Dividida en cuatro partes, la cámara sigue a distintos personajes desde diversos puntos de vista, los hace confluir hacia una misma dirección para encontrarse finalmente en una escena en común. Así como somos espectadores de un hombre mayor que bebe sentado a la mesa de su hogar y mira por la ventana hacia el exterior, en la siguiente parte podemos ser testigos desde el exterior, de lo que anteriormente ese hombre miraba y de lo que nosotros no nos podíamos enterar.

Su obra y en particular “Sátántangó” es milimétrica en espacio, maléfica por momentos, torcida a ratos, fantasmal y grotesca, sencilla y contemplativa, algo oscuro sucede por debajo de todas las cosas, hay una angustia, una melancolía y una soledad que une a los personajes y que ennegrece la historia hasta hacerla casi insoportable, como si siete horas no fuesen suficiente, este “tango satánico” nos hace sufrir con el patetismo y la orfandad de  sus protagonistas y el lento deambular de personajes que arrastra el viento, el baile, las canciones y el alcohol.

Algo parecido sucede con “Werckmeister harmóniák” (2000) y “Kárhozat” (Damnation, 1987), esta última cuenta con un pasaje musical de una hermosura estremecedora, en tanto que “Werckmeister harmóniák”, funde la imaginería del circo ambulante y las revueltas sociales con una violencia avasalladora, casi barbárica.  En otra de sus obras “Öszi almanach” (1985), se vale de los colores rojo y azul para profundizar en las características sicológicas de los personajes, donde construye una historia de diálogos y conflictos, tan claustrofóbica como puede resultar una relación  fracturada entre las cuatro paredes de algo parecido a un hogar.

Los diez primeros minutos de “Sátántangó” corresponden a un plano general de una vacas en medio del fango, si un espectador puede soportar esos primeros minutos sin bostezar con descaro, entonces que se prepare para las siguientes siete horas. Algo parecido ocurre con la primera parte de la película documental “Spiritual Voices” del anteriormente mencionado Alexadr Sokurov, quien nos muestra durante treinta minutos un plano fijo a la distancia, de un paisaje nevado circundado por árboles y una voz enoff que recita unos versos, con la música envolvente de compositores como Mozart y Beethoven, entre otros.  En su último largometraje “The man from London” (2007), Béla Tarr retoma el blanco y negro y la fotografía más enigmática y reveladora que el Cine nos pueda entregar, en los ojos perdidos y tristes de una mujer sobre la cual la cámara se detiene para capturar esa mirada y esa desolación que estremecen la piel y la retina, por la crudeza y la desnudez de los sentimientos que provoca. He ahí el gran acierto de Tarr, que desnuda hasta la médula las emociones de sus personajes, mostrándonos toda su indefensión, la ironía de la vida y la exposición de los sentimientos como pocos directores han podido retratarlo. En otras palabras, no sólo se queda en lo estético y en la manera en que utiliza la cámara para contarnos una historia, sino que a través de esa forma es que logra que nos conectemos con la conciencia del personaje, con sus miedos, sus sentimientos y emociones, tal como hubiese podido retratarlo la destacada fotógrafa Dorothea Lange.

El Cine de Tarr produce un magnetismo en blanco y negro que sacude las entrañas con su galería del espíritu humano. Sin embargo, no podemos desconocer nuevamente que su trabajo no es apto para todo público, y es que hay quienes buscan la mera entretención frente a la gran pantalla, ¡y ojo que nada malo hay en eso!, al contrario, el Cine es entretención, pero además entendamos que el Cine también es otra cosa, que tiene la capacidad de mostrarnos como un espejo aquellas situaciones por las que alguna vez hemos pasado, las que a veces quisiéramos tener y otras de las cuales renegamos a pie partido y que por lo demás, lejos de entregarnos tan sólo diversión, nos regalan una fotografía de la vida, y en el caso de Tarr con personajes infelices -es cierto-, con personajes “periféricos” -también es cierto-, ¿pero no son acaso esos personajes los más queridos y menos olvidados del Cine?

Con Tarr la experiencia puede ser bastante oscura y desesperanzadora, uno puede terminar agotadísimo después de ver una de sus películas, pero esa es justamente la experiencia más enriquecedora del Cine, ese que no se olvida tras los créditos finales y que permanece para bien o para mal con nosotros, como patrimonio de nuestra memoria y que se suma a nuestras vacilaciones existenciales.  A este tipo de Cine hay que dejarlo entrar, darle un espacio, no es fácil, insisto, pero si algo se parece al color de nuestro espíritu, al menos en uno de sus matices más oscuros, ese es el Cine de Béla Tarr.

Cinéfago y musicófago impenitente. Director en Absenta Musical.

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