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La Reconquista (X): Isabel y Fernando, Sociedad Cooperativa Limitada

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La verdad es que para ser esta la serie más larga de las publicadas hasta la fecha, está quedando bastante bonita, no sólo porque uno se gusta de vez en cuando, sino por el desarrollo de la narración, lleno de emociones, peripecias y sobresaltos. El final no podía ser además más interesante y apoteósico. Porque ustedes ya saben lo que vamos a tocar en esta entrega, y además sé que están deseando, viciosos, que son unos viciosos.

De todas formas, esta vez les voy a advertir que por un lado, Reconquista va a haber más bien poquita, porque desde luego está para liquidación y derribo, y por el otro, que pienso tomar una miaja de partido. Sí, qué quieren que les diga, a mí los Reyes Católicos me caen bien, pobres. No en vano son las figuras históricas más maltratadas de la historia de España. Por si no fuera suficiente baldón el hecho de convertirse en mascarones de proa de la historiografía nacionalista (esa que tanto amamos en esta página), glorificados hasta la náusea por algo que no hicieron, encima viene un dictador del siglo XX a tomarlos como modelo a seguir y apropiarse de sus símbolos para representar su dominio militar. De tal manera que para millones de españoles el aguilucho y el yugo y las flechas están indisolublemente unidos a una divertida etapa histórica bastante reciente, y no a sus originales propietarios; Ysabel, Fernando y el generalito, unidos para siempre. Pero no termina aquí el rosario de desgracias, no. Muerto el tirano, por obra y gracia de más nacionalismos de siempre, de descubridores de mediterráneos y lógicamente, de resentidos contra el régimen nacional-católico que van y la emprenden con quien no tiene culpa, resulta que para muchos el matrimonio de marras es símbolo de los más siniestros manejos, poco menos que protonazis expulsadotes de judíos, perseguidores de “culturas nacionales”, y émulos del caballo de Atila. Cómo no me van a despertar simpatías…

Así que voy a tratar de desbrozar el bosque de prejuicios y ponerlos aproximadamente en su justo lugar, porque en el fondo se trata de dos monarcas hábiles e inteligentes, cosa que no abunda precisamente en la historia patria, y porque por otro lado no se les perdona (o se les alaba excesivamente) haber sido los muñidores involuntarios de ese Estado-nación refugio de esquizofrenias varias, este manicomio llamado España que tantas filias y fobias despierta entre sus propios componentes. Vamos para allá, empezando por los precedentes del bodorrio, que voy a tratar de resumir, porque como viene siendo habitual es un largo y pesado embrollo.

Si se acuerdan, dejamos a Juan de Navarra, Mr. Civil War y futuro Juan II, presidiendo Cortes en Aragón en 1454. No es que las cosas hayan cambiado demasiado en el reino; por un lado las elites nobiliares y los ricos (Diputació, Consell de Cent y la Biga) tratarán de que el probable rey jure usos y constituciones tradicionales, o en cristiano comprensible, que se les someta. Juan se apoyará en los enemigos de esta nobleza (la Busca y los pageses de remensa), pero tiene un talón de Aquiles, y es que se lleva bastante mal con su hijo Carlos, Príncipe de Viana, otro posible al trono. Ni que decir tiene que la nobleza aragonesa, o más concretamente la catalana, acudirá cual piraña al olor de la sangre cuando Juan cometa la torpeza de meter a su hijo en prisión: en 1460 le entregan el poder a Carlos y obligan al rey a firmar un papelito por el que no puede entrar en el reino sin permiso de la Diputació de lo General (la Gene, vaya). Al año siguiente, Carlitos va y se muere; su hermanastro Fernando, siguiendo instrucciones de papá, mueve los hilos para reorganizar la facción realista. El Consell coge el garrote para impedirlo y…lo han adivinado, estalla la guerra civil (1462-72).

El caso es que como son ustedes muy listos, y sabiendo como saben que Juan II es consorte de Navarra, reino mascota de Francia, y teniendo en cuenta todo aquel jaleo de parentesco, deducirán enseguida que el conflicto se internacionaliza. Para no aburrirles, en una esquina Kid Juan II, Francia y Navarra; en la otra, la Gene y algún aliado por determinar. Los catalanes, que lo que quieren es un rey que haga lo que ellos digan, buscarán por Europa a otro candidato para sustituir al difunto Carlos. Y tienen la ocurrencia de ofrecerle el trono nada menos que a Enrique IV de Castilla (como lo leen, se ve que nadie les había explicado aún lo del centralismo opresor españolista castellano). El caso es que a pesar de que Enrique tenga que renunciar muy a su pesar, este movimiento le puso al rey aragonés los pelos como escarpias, porque la posición de Castilla en la guerra no estaba ni mucho menos clara. ¿Qué por qué les cuento este rollo? Pues porque mientras la Diputació siguió a lo suyo, subastando la corona por ahí, Juan II decidió moverse y asegurar el apoyo o al menos la neutralidad castellana. ¿Cómo? Pues por la vía matrimonial, en concreto con el casorio de Fernandito.

Y ahora damos un salto y pasamos a Castilla. Aquí reinaba Enrique IV, por obra y gracia de la nobleza. En concreto de la de segunda fila, que había conseguido auparse por encima de la de-toda-la-vida, así que lógicamente el rey les debía una. Para seguir simplificando, el nuevo hombre fuerte del reino era Juan Pacheco, Marqués de Villena, al cual todos los nobles de-los-de-siempre trataron de menear del asiento. Una vez conseguido esto, el destituido Marqués se alió con el arzobispo de Toledo y alguno más y se dedicó a tocarle al rey la huevada; en la conocida Farsa de Ávila (1463), nombraron rey al preadolescente Alfonso y destronaron a un monigote que hacía las veces de Enrique, despojándole de los símbolos reales y arrojándolo al suelo. En este momento, Pacheco dejó una legendaria y sentida frase para la historia, “¡A tierra puto!”.

En el fondo se trataba de una guerra de facciones nobiliarias. Muerto el imberbe Alfonso,  la nobleza rebelde eligió a su hermana Isabel como candidata. Tras la derrota nobiliar de Olmedo, y para evitar una guerra abierta, nuestra chica se avino a negociar con su hermanastro el rey un pacto; a cambio de desheredar a Juana (la hija de Enrique alias el “impotente”), Isabel se comprometía a buscar un marido conveniente para el reino. El ideal para Pacheco y compañía era Alfonso V de Portugal, que les garantizaba el control del reino, pero las cosas van a ir de otro modo, porque Isabel de tonta no tenía un pelo y vista la suerte del pobrecito Alfonso, se barruntaba que iba a ser un vulgar kleenex de la nobleza.

Y aquí les tengo donde quería, porque es en este momento cuando la parejita se conocerá. En una visita relámpago, Fernando y sus emisarios se presentarán de incógnito en Castilla, a la desesperada. A los intereses políticos que les acabo de contar, únanle el hecho de que se gustaran lo suficiente, cosa que es factible entre personas inteligentes y de circunstancias parecidas, el hecho es que tomaron la trascendental decisión. En la ciudad de Valladolid, año del Señor de 1469, los futuros Católicos se casaron por sorpresa, contra todo pronóstico y pasando del pequeño detalle de que eran primos segundos. El terremoto se dejó sentir enseguida; Enrique dio por roto el pacto, proclamó a Juana heredera, Pacheco y compañía se pasaron a su bando, y por inversión de alianzas, los antiguos fieles al rey se enrolaron en las filas de Isabel. Así que tenemos un matrimonio real cuestionado, con sendas guerras civiles pendientes y buena parte de la nobleza en contra.

Sin embargo, a pesar de la difícil coyuntura, ambos conseguirán salir adelante e imponerse. En 1472 la capitulación de Pedralbes pone fin a la guerra civil catalana, que no deja vencedores, pero sí un reino bastante chuchurrío y empobrecido. Tras la muerte de su padre, Fernando pondrá paz y concordia, aunque la fuerza de la nobleza y sus sobadísimos fueros no le permitirá cerrar del todo el problema de los pageses de remensa hasta catorce años después. Para 1476, muerto ya Enrique IV, los “isabelistas” consiguen derrotar completamente a Juana y sus aliados portugueses en Toro, poniendo fin a la guerra castellana tres años más tarde.

Por estas fechas quién más o quién menos ha aceptado la unión dinástica como hecho consumado. En la sentencia arbitral de Segovia, de 1475, se habían puesto las bases del gobierno conjunto de los dos pollos, cada uno en su reino tendrá la decisión ejecutiva, pero lógicamente coordinarán intereses (que se suele confundir con el “Tanto monta” dichoso). Las guerras han terminado, sí, pero para consolidarse, Isabel y Fernando van a tener que tomar decisiones complicadas y apagar numerosos fuegos.

El más grande es por supuesto lidiar con la nobleza. El poder de esta clase era inmenso, así que para fortalecer el poder real sin enfrentarse a ellos, hubo que recurrir a la filigrana. Los RRCC reunieron varias Cortes donde quedó claro que no había dinero para pagar tantas mercedes como sus antecesores habían concedido a los nobles, así que si querían cobrar algo, debían ajustarse a algo más realista. A cambio, los integraron en el poder político, una buena forma de tenerlos controladitos y evitar que intrigaran en la sombra. ¿Quién pagó los platos rotos de esto? Pues los concejos ciudadanos, que si ya habían sido perjudicados por la creación en 1476 de la Santa Hermandad (básicamente un “yo monto una policía a mi servicio y tú la pagas”), unos años después fueron directamente ignorados, quedándose fuera de las mencionadas Cortes, y para remate se les impuso un sistema de corregidores reales.

Pero vamos por orden, que se me pierden. Los monarcas necesitaban herramientas eficientes de gobierno a su servicio, y no al de las grandes familias y facciones nobiliares. Así que Fernando se nombró a sí mismo Maestre de todas las órdenes militares, según iban palmando los titulares. Además, reforzaron el papel de la Inquisición como agentes de la monarquía, sobre todo en los reinos de Aragón, donde las elites tenían las prerrogativas firmadas y sus instituciones particulares. Por cierto, que éste y no otro es el origen de la actual impopularidad de la institución, ya que en la época el pueblo llano la aceptó tranquilamente y hasta con gusto, no en vano eran en su mayoría fervientes católicos de formación muy elemental. Ya, ya sé que les cuesta aceptarlo, pero es que hay más de cinco siglos de diferencia, hagan el esfuerzo…Para dominar del todo la pata eclesiástica, Fernando consiguió de Roma, a cambio de favorcillos en política italiana (donde era el primo de Zumosol), el Patronato regio, que quiere decir que él proponía candidatos a obispo o arzobispo y el Papa daba el visto bueno. Y no les hablo de las reformas unificadoras en Administración y Justicia porque es muy aburrido, pero las hubo.

Todo este reforzamiento regio, bastante comprensible desde el punto de vista de los RRCC, dados los antecedentes de todos los reinos peninsulares, necesitaba una pacificación de sus dominios y una cierta simplificación de la situación política. Y aquí es donde por fin entramos en harina: existe cierto reinucho peninsular, aliado de ocasión y saco de boxeo de la nobleza castellana, musulmán por más señas, que a un poder más centralizado le molesta bastante. Hablamos de la ETA…de Granada. Su conquista definitiva no presentaba más que ventajas: implicaba a Aragón y Castilla en una empresa común, desfogaba a la nobleza, ofrecía un alivio económico a sus necesidades y eliminaba una entidad política incómoda. Así que en una larga campañita (unos diez años) de estrangulamiento económico y asedio permanente, Fernando se divirtió sembrando discordia entre las familias poderosas granadinas mientras con la otra mano daba palos con el garrote, hasta el asedio final de Granada y las famosas Capitulaciones de Santa Fe, que terminaban oficialmente con el último poder musulmán peninsular. Que no con los musulmanes, a los que se permitió graciosamente seguir arando el campo por lo menos un siglo más, respetando sus costumbres de momento, que duró sólo hasta 1499 y la consiguiente rebelión de las Alpujarras.

De esta forma tan coyuntural, integrado en un proyecto tan ambicioso como incierto, termina la tan traída y llevada Reconquista. Los historiadores del romanticismo nacionalista, y por supuesto los de las flechas y pelayos, han querido ver ahí la culminación de un Destino Histórico, la ansiada creación (por lo menos desde que los romanos invadieran a los “españoles”, como se puede leer en los manuales escolares franquistas) de la Una, Grande y Libre España en apoteosis cristiana. Como ya me duelen los dedos de escribir, esto es completamente falso; hemos hablado largo y tendido de la verdadera naturaleza de la idea de España, y si bien los Católicos se sirvieron del oportuno y recurrente mito para legitimar su obra política, que incluía numerosas novedades (y ya saben cómo se acogen las novedades por aquí), no era el objetivo real. 

¿Cuál era este? Pues como ya he venido apuntando, consolidar una unión dinástica, una de tantas en Europa, en una administración regia lo suficientemente sólida como para resistir una sucesión. Es decir, el reinado de Isabel y Fernando es más bien el comienzo de “algo”, que si bien no se puede llamar oficialmente “España” (de hecho era una unión bastante precaria), responde a las tendencias de la época: la crisis del feudalismo, que se verá sustituido por otros modelos socioeconómicos y por tanto, políticos. En toda la Europa “ex feudal” los monarcas tratarán a agrupar bajo su mando efectivo los diversos territorios que nominalmente gobiernan, arrancando poco a poco privilegios a la nobleza, cosa que no se va a conseguir del todo hasta prácticamente la Revolución Industrial. El paraguas ideológico para estas reformas lo constituyen las ideas humanistas.

Porque no se lo van a creer, pero los dos aparentes monstruos centralizadores y opresores eran dos humanistas convencidos. Isabel, a la que se le achaca la “imposición del castellano”, era bilingüe, puesto que se crió con las damas portuguesas de su muy portuguesa madre a la vez que aprendía el castellano, idioma de la corte. Además de eso, fue mecenas de la cultura, y esto fue lo que la llevó a compilar la primera gramática castellana, a fomentar compilaciones de leyes, traducciones, bibliotecas, rodearse de sabios, patrocinar los viajes de Colón, preocuparse por la condición del indio, etc etc. Fernando…bueno, Fernando es el famoso “Príncipe” del clásico de Maquiavelo; culto, educado y hábil e implacable político. Creo que con eso está dicho todo.

Sí, estos dos son los que expulsaron a los judíos. ¿Les parece chocante? Si examinan esta polémica cuestión un poco más de cerca verán que no lo es tanto. Como humanistas eran católicos convencidos (al igual que muchos otros monarcas), y tal medida contribuía a homogeneizar sus reinos desde el punto de vista religioso, pero yo no creo que esa fuera la razón principal. Ya hemos dicho que los musulmanes se quedaron, lo que desmontaría este argumento. Pero claro, se trata de multitud de campesinos en un mundo económicamente agrario; eran imprescindibles. Los judíos no tanto; una minoría, que si bien habían sido agentes fiscales del rey y estaban culturalmente bien preparados para desempeñar cargos importantes, daba muchos problemas políticos potenciales. Los judíos más pobres ni siquiera ofrecían esa preparación. Ni las clases altas los soportaban, por ser competencia directa en temas administrativos, ni las bajas: los pogromos de 1391 por toda la Península hablan a las claras. Así que como otros reinos europeos habían hecho antes, se decretó su expulsión, mezcla de prejuicios culturales e intereses políticos. De hecho los reyes salieron perdiendo, desprendiéndose de asesores independientes como cesión a la nobleza, pero ya hemos visto que se les debían muchos favores.

En política exterior también se vio la intención unificadora de la pareja, pero combinándola con el mantenimiento de intereses propios de cada reino, tónica general del pragmático gobierno de los RRCC. Una vez conquistada Granada, Castilla se dedicó a la expansión atlántica, que a Aragón no le aportaba demasiado (piensen que aún era pronto para comprender el alcance de los descubrimientos, que no pasaban de alguna islilla medio rentable). Sin embargo, prevalecieron los intereses aragoneses, ya que el malo oficial de la nueva monarquía fue Francia, antigua enemiga de Aragón y tradicional aliado de Castilla. Sobre todo a raíz de la muerte de Isabel en 1504. Fernando dirigió la política mediterránea de su reino patrimonial contra el rey francés en los Pirineos y en sus dominios de Italia, usando para ello las veteranas y fogueadas tropas castellanas y se anexionó además Navarra, cuña francófila en la Península.

Todo esto lo meto porque no me gustaría cerrar el Medievo hispano sin hacer referencia (de pasada, porque en detalle daría para varios artículos) a la más trascendental de las obras de la Católica pareja, su política matrimonial. Porque teniendo en cuenta que sólo dispusieron de cuatro niñas casaderas (el heredero Juan se les murió joven), la red de alianzas que trazaron para aislar a Francia, su gran enemigo, fue espectacular por su complejidad y por las accidentales y tremendas consecuencias que tuvo: aupar a un chiquillo de mandíbula prominente y de aspecto no muy despierto a la cúspide del Imperio más grande que se había visto desde el romano, marcando la agenda política del continente durante siglos. Pero esa, queridos amigos, esa es otra historia.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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