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Elvira Lindo: “No todas mis opiniones son publicables”

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Opinar y plasmar esa opinión en un medio, en concreto en un periódico, en negro sobre blanco, debe tener no ya una razón de ser, también conviene que lo que se diga interese a alguien. En el caso de la escritora Elvira Lindo (Cádiz, 1962), la tarea de escribir se transforma en una visión perspicaz de lo que rodea a la autora y al lector. Una recreación de los hechos desde un punto de vista que puede apreciarse en los libros, en los periódicos y en el cine, pues escribir en España, como decía Larra, es llorar.

¿La perspicacia es mejor no perderla nunca o hay que usarla en pequeñas dosis?

La perspicacia se educa pero también creo que, de alguna manera, es un don, como el sentido del humor. No siempre te ha de conducir a ser crítico, también te puede ayudar a ser comprensivo, a entender lo defectuoso de la naturaleza humana. Diría que la perspicacia es una virtud con la que ha de contar un narrador, pero también un médico, o un periodista, un psicólogo o un investigador… Siempre que entre en juego la especulación,  la perspicacia es una ventaja enorme.

“He querido observar con respeto al adversario, aunque lo popular en nuestro país sea convertir al adversario en enemigo”, dijo usted en La última [artículo publicado en El País el 25 de diciembre del 2013]. ¿Por qué cree que lo contrario suele ser el enemigo? ¿Se nos ha ido de las manos el asunto y al final el que no está con nosotros es porque está contra nosotros?

No tenemos por costumbre defender una idea, una sola idea, si no está admitida y aprobada por nuestros grupos, por lo que consideramos nuestro entorno. Tendemos a refugiarnos en el juicio de nuestro colectivo. Por tanto, si no nos arriesgamos a defender ideas en solitario tampoco nos gusta que otros sean valientes. Ser valiente,  en mi opinión, es actuar de manera individual, sin estar atento a si recibimos la aprobación de los nuestros. La presión de una sociedad tan partidista como la nuestra ha ayudado poco a que aprendamos a opinar con sinceridad, sin miedo, y sin el riesgo a ser linchados.

En ese mismo artículo reconoce haberse aguantado la ira. ¿Cómo afecta esa contención a su templanza emocional? ¿Hay mucho que contar pero hay más que callar?

No hay que callar por callar, pero tampoco hay que contar por contar. Yo leo columnas o artículos que parecen estar hechas por obligación, por cumplir, por llenar espacio. ¿Qué sentido tiene entonces nuestro oficio? Hay que escribir siempre con pasión y amor propio. La ira no aporta nada, hay que aplacarla, como en la vida, pero tampoco aporta nada escribir por escribir. Lo lógico sería que tú pudieras decirle a tu redactor jefe, en tu periódico o revista: “mira, esta semana no tengo nada interesante que contar”. Pero como eso no se puede hacer porque escribir es tu oficio, más te vale buscar y encontrar algo que merezca la pena y en lo que pongas tus cinco sentidos. A mí me cabrea muchísimo cuando empiezo un artículo y me aburro al primer párrafo. Pues bien, cuando escribo pienso siempre en que debo mantener el interés del lector de principio a fin, que para eso me pagan.

¿Piensa, entonces, que a la hora de opinar, sea donde sea, no todo vale?

No, no todo vale, por supuesto que no. Yo, como cualquiera, estoy llena de opiniones. Paseo mis opiniones a diario, y opino tanto como paseo, o sea, que de mi mente brotan cantidades industriales de opiniones por minuto. Pero creo que no todas mis opiniones son publicables. Y no se trata de autocensura ni bobadas por el estilo, en absoluto, sino de tomarse en serio a una misma y al lector. Hay que analizar las opiniones antes de publicarlas. Someterlas a un cierto tercer grado. Por ejemplo: ¿esto que pienso es producto de mis simpatías o mis fobias más que fruto de una reflexión meditada?, ¿qué le aporta al lector esta opinión mía?, ¿estoy segura de lo que digo, los hechos respaldan mi opinión o se trata de una opinión sesgada?

Le leí también que la buena educación le pierde, que no puede evitarla. ¿Eso le ha obligado a autocensurarse más de una, dos y tres veces? ¿Se trataría más bien de mantener una línea amable que agrade a unos y a otros por igual para seguir teniendo trabajo o, incluso, aceptación general y popular?

Me sorprende que lleve usted mi defensa de la educación por ese camino. Jamás hubiera pensado que mi defensa de las buenas formas estuviera relacionada con el objetivo de quedar bien con todo el mundo. Al contrario, la buena educación puede resultar subversiva, porque se trata de no rebatir al adversario con argumentos hirientes de carácter personal.  Y eso hay lectores que no lo entienden ni lo aceptan porque consideran que al enemigo no hay que darle ni agua. No soy partidaria de la gresca, sino del juego limpio, de discutir aceptando unas reglas de respeto. A ese nivel yo me puedo mover como pez en el agua, pero jamás entraré a revolcarme en el fango. No soy ordinaria, ni vengativa, ni cruel, de tal manera que le debo alguna fidelidad a mis valores. Pero eso no quiere decir que no diga lo que pienso. Le aseguro que las ideas u opiniones que se expresan con educación pueden buscarte tantos líos como cuando se expresan a gritos.

¿El caso del ambiente de Manolito Gafotas (ahora ya Manolo) pudo haber alumbrado síntomas de un entorno social que ahora está pagando excesos, costumbres, manías?

Desde luego, Manolito y su familia sabían de la crisis hace ya veinte años. Pero hace veinte años había gente a la que le parecía que yo retrataba un mundo cañí, poco cercano a la España actual. Así se consideraba en las épocas de la burbuja a los que se enfrentaban a grandes problemas económicos.

Creo que la empatía que despertaba la familia García Moreno, como los vecinos de Carabanchel Alto, provocó que además de sentirlos como de nuestra familia percibiéramos también sus chanchullos sin una visión inquisidora, como algo normal.

No sé si la familia García Moreno era muy marrullera, yo creo que no, que sus miembros salían adelante gracias al trabajo del padre y a la pensión del abuelo. Pero siempre estaban llenos de deudas y eso al pobre Manolito, que siempre ha sido muy sensible a las dificultades de sus padres, le hacía sufrir. En el último libro, para colmo, el padre ha enfermado, aunque ahí está la madre, que es una luchadora, inteligente, intransigente también, pero dispuesta a sacar a la familia adelante. ¡Quién iba a decir que de alguna forma la crisis los convertiría en una familia ejemplar!

¿Puede ser que su intención a la hora de narrar las historias de Manolito fuera más por la vía de la crítica social? ¿Llega a ser frustrante que los lectores no hayan captado esa visión y que se quedaran con la simpatía de la cotidianeidad de los personajes?

Bueno, yo no sé qué intención tengo cuando escribo. Es decir que mi interés está, ante todo, en ser fiel a los personajes, presentarlos tal como son, dejarlos actuar tal y como corresponde a su carácter. Nunca los utilizo para transmitir un mensaje, no son marionetas al servicio de ninguna ideología. Pero es cierto que, finalmente, y sin yo pretenderlo, estos libros entraban de lleno en una realidad que yo conozco bien por haber sido chica de barrio y porque por alguna razón que tampoco he analizado siento más empatía por los personajes populares. Lo que ocurre es que siempre he utilizado el humor para contar historias, por muy crudas que éstas fueran, y eso descarga la narración de dramatismo. Pero es que yo tengo una vena humorística que no me quiero censurar, aunque eso se traduzca en que los textos parezcan más ligeros…

¿La picaresca del pueblo cae en gracia a pesar de guiarse, en la medida de sus posibilidades, por los mismos raseros morales que la clase política contra la que protestamos?

Claro que el pícaro caía en gracia. La cultura y el humor españoles han nacido de una sociedad de pobres, donde el que tiene poco ve justificada su marrullería. El problema es que vivimos unos años de bonanza y la picaresca seguía instalada a pesar del dinero, como un vicio inevitable que tenía la comprensión y el aplauso sociales. Es intolerable que fueran pícaros los que más tenían, pero estamos empezando a saber que tampoco se crece como sociedad si se justifica la trampa.

“Me surge la oportunidad de vivir otra vida y no me atrevo”, le dice Raúl Arévalo a Javier Cámara en La vida inesperada. Aun así, ¿las cosas en la vida no son siempre lo que parecen?

Me cuesta responder a las preguntas abstractas, del tipo “cómo son las cosas en la vida”. Por concretar tu cuestión en lo que se refiere a mi vida, a la que he vivido y vivo, a lo que conozco: no he planeado casi nunca nada, no me ha gustado pensar en el futuro, tampoco me engolfo recordando cosas pasadas. Pasado y futuro son dos tiempos que me inquietan, así que prefiero centrarme en el momento presente. Soy poco calculadora, actúo por impulsos. Y en absoluto defiendo esta actitud mía. Teóricamente, pienso que es mejor prevenir y prepararse para lo venidero, pero mi carácter me lleva siempre a tomar decisiones rápidas. A pesar de que no he sido proclive a la planificación me reconozco algo positivo: he sido valiente para aceptar las oportunidades que se me han presentado. Incluso algo temeraria, y eso me ha permitido trabajar en mil cosas distintas para las que tal vez no estaba suficientemente preparada pero que me han enriquecido muchísimo.

Según el director Jorge Torregrosa, escribió el guión para Javier Cámara porque encajaba. Entonces, si Manolo García Moreno, Rosario, Ramón Fortuna o Bolinga (el gorila de Bolinga) tienen puntos de vista, aunque dispares, cercanos a la realidad y algunos hasta más tenaces, ¿Juan es el paradigma de la persona que no quiere otra realidad si no es la que persigue?

Juan, el protagonista de La vida inesperada que encarna Javier Cámara, podría seguir toda su vida persiguiendo el sueño que acarició en su juventud, pero creo que es valiente y decide madurar y admitir cierto fracaso, por así decirlo. Instalarse cómodamente en el fracaso puede ser patético porque se está negando la evidencia. Si la realidad te ha dicho que no vas a poder ganarte la vida como actor, ¿por qué empeñarse? Podría considerarse, ésta, una idea poco romántica de la realidad pero es que la vida no siempre es romántica y se acaba siendo más inteligente cuando uno la mira de frente, cara a cara, sin engañarse.

A fin de cuentas, ¿seríamos nosotros mismos, bajo actos propios y ajenos, los “fabricantes” de nuestros destinos, sean para bien o para mal?

No, uno no fabrica su destino. El destino depende del tesón y del trabajo, pero también del lugar desde el que se parte en la vida y de la suerte. La idea americana, que también han anotado y divulgado los autores de libros de autoayuda, es que el éxito y el fracaso dependen de la voluntad del individuo. Esa es una idea cruel que lleva a responsabilizar de su suerte a aquel al que le van mal las cosas y a aplaudir al afortunado. Parece que el destino de los individuos fuera una recompensa o un castigo a su comportamiento. Detesto esa idea y me parece muy peligrosa.

Fotógrafo: Xavi Menós.

Madrileño y periodista, aunque no necesariamente en ese orden. Escribe para Esquire, Forbes, Gonzoo y Popular 1. Antes estuvo en Cambio16, Jot Down o Efe Eme, entre otros.

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