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Manuel M. Carril: “El cine no necesariamente debe ser un acto para divertir”

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Manuel Martínez Carril es el director de la Cinemateca Uruguaya. En la capital, la Cinemateca cuenta con cinco sedes. Montevideo tiene un millón y medio de habitantes. Según este ratio, Paris debería tener nueve y Barcelona, al menos, seis. Tal vez siete. Y todas deberían seguir un canon de calidad similar. Consultar el flyer con la programación de la Cinemateca Urugaya es una gozada. Perfecta armonía entre lo clásico y lo moderno, equilibrio de lo foráneo y de lo autóctono.

Me gusta pensar en Manuel Martinez Carril como un monolito, pero un monolito luminoso, como el de 2001, una odisea en el espacio. En más de una ocasión varias personas lo querían ver muerto. En más de una ocasión sus manos han sudado tinta. Pero ha salido airoso. Más que un monolito es un cirio, una vela o un faro gigante, algo que ilumina. Es, al mismo tiempo, el portador de un secreto.

Un ejemplo que sirve para presentarlo. Montevideo, finales de los 60. Llega a la Cinemateca una copia de Hiroshima, mon amour sin subtítulos en español. Y la película está en el programa, se pasa a la noche. No había software en la época de subtitulado express. La gente llena la sala. Aparece Martínez Carril, como siempre, reparte a la gente unas cuartillas con la  ficha técnica, la sinopsis y un breve comentario crítico sobre el film (a veces, se imprimían justo media hora antes de la proyección y no era extraño ver a Manuel con las manos negras, frescas de tinta; si no estaban listas las hojitas, no comenzaba la película) y comenta lo que ha sucedido con la copia. Empieza Hiroshima, mon amour. La música de Giovanni Fusco. Martínez Carril coge un pequeño micrófono conectado a unos altoparlantes y se dedica a traducir in situ todos los diálogos del film. Dobla las voces de Emmanuele Riva y de Eiji Okada. Personas que estuvieron en esa proyección no les parece una anécdota particularmente divertida. Hoy, comentan con una leve sonrisa en el rostro: “si no fuera gracias a él, no la hubiésemos visto”.

En Montevideo, la mayoría de los viejos cines gigantes de palco y platea se han convertido en macro iglesias evangelistas. Es otro show. Nuestras ciudades europeas están llenas de centros comerciales con cine incorporado. La película es parecida. Sin embargo, la llama y el secreto permanecen. Martínez Carril la lleva, la ha llevado. Se le recordará cerca de Murnau, de Bergman, de Orson Welles… discutiendo con ellos. 

Manuel, ¿nos podría contar algún otro momento memorable de la Cinemateca?

Bueno, no sé qué son los momentos memorables… pero, de hecho, todo el tiempo de la dictadura fue un momento muy particular. Yo diría que el primer acto público que se hace en Montevideo de oposición neta a la dictadura fue en la sala principal de la Cinemateca con más de mil localidades, absolutamente desbordada de público, y con la llegada a Montevideo de una delegación del cine español encabezada por Pilar Miró. Lo habíamos planificado todo con bastante antelación. Supuestamente, era una Semana de Cine Español en donde lo que interesaba, además, era la demostración de una oposición. Hubo un texto que combinamos Pilar y yo en Buenos Aires y que aquí leyó Roberto Bodegas que se titulaba “La solidaridad de los cineastas españoles en la lucha del pueblo uruguayo contra el fascismo”. Y así se decía. Lo cuál era bastante arriesgado… Pero claro, había una delegación de catorce cineastas españoles y ya era mucho lío el que allí se produjera lo que los militares hubieran producido en otro momento: la prohibición y demás. Yo no sé si eso fue un momento memorable o no, en definitiva estas historias son momentos del pasado que quedan sumergidas en el tiempo y que algunos memoriosos todavía pueden recordar pero que… no sé. Yo pienso que más que hechos excepcionales, lo que interesó -o lo que interesaría todavía- en esa historia, es una acción permanente sobre un grupo de gente que eran, por aquellos años, en torno a unos 9.500/11.000 socios de la Cinemateca; y esa fue además su base de sustento económico… pero a su vez de acción cultural. Es decir, los socios permanentes y fijos no eran solamente el público ocasional de las proyecciones… y ahí hubo mucha cosa que se hizo… pero sobre todo, lo importante era esa continuidad, ese desafío a través de una expresión cinematográfica que no era la normal y la frecuente, la afirmación de lo diferente. La afirmación de lo discrepante o lo disidente. Es decir, esa actitud crítica, esa permanente actitud crítica hacia lo cinematográfico era también -y lo fue durante mucho tiempo- una actitud crítica y desafiante hacia las convenciones de la vida, de lo diario. Es la innovación, la forma de que los espectadores reaccionen y formen parte de un colectivo que es un colectivo disidente. Y la afirmación de nuevos valores y aperturas que se producen… fue un poco lo que durante años hizo la Cinemateca. Por eso no sé si hubo hechos excepcionales. Pienso que no hubo excepciones, que fue la afirmación cotidiana.

¿Un poco esa labor perdida y olvidada hoy de formación del espectador?

Claro, todo esto era formar espectadores. El espectador no es un consumidor de objetos gratificantes sino que más bien es alguien que con su participación en una representación teatral, en una película, en un recital, en una exposición, en una novela… contribuye activamente a esas modificaciones que producen las obras. La obra de arte, en definitiva, es siempre un revulsivo. Si el artista produce algo y hace algo y ejecuta algo es porque descubre que en su entorno eso falta… y lo provee. Esa actitud, que es en el fondo crítica, es la que anticipa a toda actitud creativa. Sin una actitud crítica, no existe creación. Quiero decir: una película que lo único que quiera es reproducir lo que ya existe, no está aportando nada. Lo mismo que una película, cualquier obra artística. El artista es el revulsivo de la sociedad. El público formado en esas cargas de contenido que dan las obras de arte es, si se quiere, partícipe de ese fenómeno y contribuye también a que ese fenómeno se produzca. Yo no quiero llegar al extremo, como decían los surrealistas, de modificar la sociedad a partir de modificar las reacciones de la gente, sino una cosa mucho  más sencilla… podemos ver de una manera muy conformista lo que nos rodea y todo lo que está pasando o podemos verlo con una actitud crítica de cambio y de transformación. El arte es transformación en definitiva. Todo artista lo que hace es aportar su punto de vista que en sí es discrepante y sino no hay creación, no hay obra de arte. Lo que es una réplica de la realidad como está, una fotografía de lo que está… no es ninguna creación. Hablar de formación de espectadores es hablar de esto, no es hablar de la trivialización sino al contrario. Y esto que digo es muy poco frecuente hoy por hoy en la sociedad, en las sociedades. Lo que yo percibo es la vulgarización, la forma de aceptar todo o de consumir todo. Y no es eso. Más bien es todo lo contrario. Por eso, quizás, las obras de creación son tan poco frecuentes donde todo, hoy en día, es objeto de consumo. 

¿Cuál sería la guía? ¿Cómo lo hacían?

El presentar las películas y que se produjera un intercambio de opiniones posterior tiene varias particularidades. Una: la posibilidad de que el espectador descubra junto con la guía que se le da cómo se expresa una película. Una película no cuenta el argumento. El argumento no es el contenido de una película, sino que a veces es todo lo contrario y a veces es simplemente un pretexto. Lo primero que es necesario que el espectador descubra, que el aficionado descubra, es que el argumento no tiene nada que ver. Si uno tuviera que resumir el argumento de Hamlet, sería muy sencillo. Pero eso no hace a la sustancia de la obra. Y lo que la obra hace es contar otra cosa que no es el argumento. Eso pasa en cantidad de películas siempre y cuando sean películas creativas. Cuando no, lo único que queda es un argumento para ser contado y consumido. Formar espectadores es alertar al publico de que hay cosas que no se perciben sino hay cierto entrenamiento de ver cine y que, bueno, están ahí. ¿Qué es lo que pasa con esto? Hay que compartir esta experiencia, descubrir las formas expresivas de un autor. Me parece que esto es útil porque enseña a ver y permite, a su vez, que un cine autoral tenga su público que lo respalda. Esto hace, seguro, que suba la calidad de los espectáculos cinematográficos. Y eso fue -y debe seguir siendo- la función de la crítica, cada vez más propensa a formar espectadores. Si un autor no tiene un público que sepa leerlo, naufragamos… Quiero decir, que el público siempre tiene un papel activo colaborando con los autores. Ahora, si lo que hay cada vez más son películas que no les interesa expresar gran cosa o que todo lo que expresan es convencional, no necesitan un público, no son necesarias.

¿Y cómo eran los debates?

Las cosas que más interesaban al público era descubrir, por ejemplo, lo que Bergman quería decir y que no estaba en el argumento. Estaba en las imágenes. Qué se yo, la metáfora de un vidrio oscuro. Qué podía significar. Era entrar en una mente visual. Pero también al revés: cómo en películas comunes o no tan comunes, lo que había o lo que hay es una riqueza dramática o conceptual, como en el caso de William Wyler. Es demostrar cómo a partir del simple recurso de unas escaleras, de cómo colocaba a los actores encima o debajo de ellas, creando una sensación física y corporal de distancia, se establecía una relación dramática entre los personajes. Con este simple recurso de unas escaleras se pueden decir muchas cosas. Caramba, que eso tenga un sentido y que lo pueda leer cualquier espectador es interesante. No se garantiza que eso sea una obra de arte pero, por lo menos, hay una actitud creativa de empleo del medio cinematográfico.

¿Qué le diría a los espectadores que tachan a cierta corriente del cine latinoamericano de aburrido?

No sé. Creo que la abulia y la contemplación, lo sin-movimiento, es un recurso cinematográfico tan válido como cualquier otro, es una posibilidad creativa. Lo que pienso es que se hace un abuso y como espectador es un problema personal mío… yo preferiría que hubiera otras propuestas que no fueran solamente esa quietud. Pero es un problema de cada uno. En todos lo cines hay todo tipo de búsquedas. Habría que ver hasta qué punto los jóvenes cineastas llegan a cierto tipo de experimentación por ellos mismos o porque se reflejan en otros periodos anteriores o cercanos. No lo sé. La importancia del cine no depende de los imitadores o de los prolongadores sino de los propios aportes. Y ahí empieza y termina. La personalidad de cada uno no es trasladable a terceros. Si vamos a casos particulares, las películas de Sokúrov, que son aceptadas internacionalmente, también requieren un grado de paciencia máximo. El cine no necesariamente debe ser un acto para divertir o para pasar el rato. No es un pasatiempo. Es una experiencia, donde el diálogo con el espectador ha de ser otro. La complicidad es necesaria. Pero no en un plano de afecto, o de entender un argumento, sino por una propuesta estética. Y sobre todo, ¿qué posibilidades tiene hoy el cine de comunicarse con alguien? De compartir. Hay una serie de cineastas independientes, muy pocos hoy, con un propósito autoral y creativo. Y el resto, los profesionales, o el cine entendido como oficio, que a veces hacen cosas que sí, tienen cierto interés, y a veces ningún interés, pero a ellos tanto les da. El cine como oficio reemplaza cada vez más al cine como necesidad de expresión. Y por si fuera poco hay una falta de actitud crítica por parte de la crítica sobre el propio cine.  Cuando la visión comercial-empresarial se traslada al cine y lo vampiriza, si no reaccionamos pronto, lo que acabará pasando es que el Cine muera.

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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