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Historia del sexo (IV) – Pedicabo vos et irrumabo

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La mentalidad y costumbres sexuales de nuestros frecuentadores de gimnasios helenos, como tantas otras de cualquier campo de la actividad humana, serán heredadas y transmitidas a generaciones posteriores por esa gente mucho más seria y organizada que habitaba la península itálica. Pero todo ese legado mezcla de usos orientales pasados por el inconfundible aroma de la esencia griega y su devoción por lo masculino, será reinterpretado y adaptado al más pragmático gusto romano, puesto que a pesar de compartir algunas concepciones básicas, las diferencias eran numerosas.

En lo que al matrimonio y el establecimiento de un núcleo familiar se refiere, la mecánica era similar a la que ya hemos visto. La boda era concertada, generalmente un poco más tarde que los griegos, alrededor de los 18 años, por el jefe del clan familiar, el pater familias, que entregaba una dote a la muchacha. Formalmente, el padre o tutor cedía sus derechos sobre la novia al marido, y la dote cumplía la función de garantía económica de la chica. Igual que en Grecia, el papel que se esperaba que cumpliese la mujer romana es el de matrona; concebir hijos preferiblemente varones y ejercer de abnegada esposa totalmente supeditada a su marido. Sin embargo, las romanas sí tenían derechos políticos, ya que poseían la ciudadanía que se les negaba a las griegas, aunque se les consideraba una especie de menores de edad. Pero una vez casadas, podían incluso salir a la calle sin necesidad de ser acompañadas por un hombre, acudir acompañadas al teatro o algún banquete y ocasionalmente visitar a las amigas. Además, con el paso del tiempo, la domina pasó a dirigir la organización doméstica por delegación de su marido, administrando el trabajo de los esclavos.

En lo que al plano sentimental se refiere, los romanos compartían la distinción griega entre el afecto por la esposa y los ardores de las partes bajas. El matrimonio tenía como objetivo perpetuar el linaje, y en las clases altas, forjar alianzas políticas y sociales (de aquí la popularidad del divorcio). En ese aspecto, el amar a la esposa era algo que estaba fuera de lugar, nadie se lo tomaba en serio. Por otra parte, como uno se puede imaginar, la proliferación de esclavos domésticos tuvo un efecto multiplicador en las posibilidades de fornicio al alcance de los ciudadanos romanos, sobre todo los acomodados. No en vano uno de los cometidos principales del esclavo era servir de juguete sexual de su amo. Pero también complicaba las cosas; con tanto servi de por medio, mantener un adulterio o una relación clandestina en secreto se hacía tarea casi imposible. Que son cosas, vale, pero a veces les da por hablar y ya la tenemos liada.

Todo esto no fue óbice para que floreciese la prostitución, que como ya hemos visto no tenía nada de escandaloso en el mundo antiguo. Se trataba en este caso de una costumbre habitual de los romanos de clases bajas que no podían costearse esclavos con los que aliviarse, por lo que la mayoría de burdeles (lupanares), reglamentados por la ley y reconocibles por los grandes falos iluminados situados en la calle, se concentraban en los barrios populares. No sólo se encontraban putas en los burdeles; baños, tabernas, panaderías, eran lugares válidos para practicar el oficio, y en los días de celebración de juegos de gladiadores o carreras del circo, proliferaban las “ambulantes”. El teatro y por tanto la profesión de actor, estaba estrechamente relacionada con la prostitución. Las putas de la ciudad de Roma estaban censadas, muchas tenían una licencia (licencia stupri) y pagaban los impuestos correspondientes. Por supuesto, debían vestir llamativamente para diferenciarse de las matronas decentes, y las había de todas las clases sociales, desde lasprostibulae que ejercían donde podían, hasta las famosae, mujeres de rango patricio que se dedicaban por necesidad económica o simplemente por placer; ejemplo conocidísimo es el de Mesalina, la esposa del emperador Claudio.

La introducción de divinidades, festivales y costumbres orientales que siguió al sometimiento de Grecia y las provincias asiáticas, como el famoso culto de Baco, favoreció un clima de permisividad sexual que ha llegado al imaginario colectivo moderno bajo la forma de la sobadísima “orgía romana”, y que como cualquiera se puede imaginar, era más propia de las elites que de humildes. Que ha sido además convenientemente ilustrada con todo lujo de detalles, reales o ficticios, tanto por cronistas cristianos como por senadores moralistas, casi siempre con un fin político detrás. Hay que manejar con mucho cuidado todos esos escandalosos relatos escritos por senadores patricios peleados con el emperador de turno. Sí, hablo de Augustos, Claudios o Tiberios; los romanos tenían la sana costumbre de difamar a lo grande a sus rivales políticos. Las falsas acusaciones de homosexualidad que difundió Lúculo sobre César para empañar su éxito en Bitinia y que vociferó Curio hasta la saciedad en el Foro  le crearon un grave problema político a Él. Incluso hoy hay historiadores proclives al revisionismo gay que aún lo creen firmemente.

En cuanto a la moral sexual de los romanos, queda aún muy lejana de la actual. En líneas generales, el sexo era algo natural y cotidiano, y por supuesto no era nada como para ocultarlo, al contrario, las alusiones sexuales, bastante soeces por cierto, son habituales incluso en la literatura más apreciada. Son frecuentes los amuletos fálicos, pues estas supersticiosas gentes consideraban estos símbolos de fertilidad portadores de buena fortuna. Además, creían que su forma grotesca espantaba los malos espíritus, por lo que se adornaban con ellos las esquinas de las calles, lugares sagrados para los romanos. Evidentemente hablo en líneas generales, ya que existían rígidos moralistas de rancias familias patricias y guardianes de las virtudes y la decencia (conocidos en todas las épocas como estirados aguafiestas), y por ejemplo de una matrona romana se esperaba recato y recogimiento, pero las clases populares son unas cochinas, como todo el mundo sabe. Y las clases altas…casi más.

Por supuesto, la pederastia o la homosexualidad estaban a la orden del día, pero aquí también hay una diferencia crucial con respecto a la influencia griega. Los romanos, en general, y a pesar de ser una típica sociedad machista, no compartían el culto griego a la belleza masculina como ideal, y por tanto, las manifestaciones homosexuales les pillaban un poquito más lejos; no había una base filosófica ni intelectual que lo justificara. Esto no significa que no existiera, o que no se tolerase más o menos disimuladamente, pero para no pocos romanos, esto de la sodomía masculina era una cochinada propiamente griega. Sobre los roles sexuales, sigue vigente la concepción de que penetrar es digno, como propio del varón y ser penetrado, cosa de inferiores, como mujeres y afeminados. Como muestra, un botón: para designar el acto de la felación y a sus participantes, los romanos empleaban dos términos. Irrumator es la palabra que designa al que la recibe, y fellator al que la da. Por supuesto, el segundo tiene una connotación denigrante, de supeditación, de la que carece el primero, y seguramente por ello ha sobrevivido sólo este último.

Todo este panorama sexual va a cambiar radicalmente con la extensión por el Imperio del terremoto procedente de la provincia de Judea: el cristianismo. Hablamos en su momento de la rígida y represiva moral que los sacerdotes judíos imponían a su pueblo, pero cuando los predicadores cristianos salgan a dar la “buena nueva” con sus evangelios debajo del brazo, el fenómeno cobrará proporciones descomunales. En primer lugar, los creyentes deben distinguirse de los paganos griegos y orientales (gentiles, empleando terminología bíblica), y una forma de tomar distancia es denunciando sus licenciosas costumbres al más puro estilo judío. El cristianismo tendrá un enorme éxito entre las clases bajas del Imperio, por la carga de esperanza y el mensaje de igualdad que llevaba en una época particularmente dura. Así que la incipiente jerarquía eclesiástica, por tanto, por oposición y por convicción moral judaizante, rechazará de plano los principales rasgos de su “enemigo”, las elites paganas.

Para contrarrestar el enorme prestigio de la cultura pagana clásica, símbolo de las clases altas romanas, los obispos opondrán en su contra, entre otras estrategias, un feroz ataque a su degeneración y depravación sexual, incluidas en la larga lista de pecados que llevan al Imperio al desastre. Así que para diferenciarse, los cristianos han de ser pudorosos y recatados, pues la permisividad sexual es pecaminosa y ofende a Dios. Por esta pendiente se deslizará la moral oficial a partir de entonces y casi hasta nuestros días. Es cierto que en general los humanos han venido haciendo lo que les da la gana en cuestiones amatorias, pero desde entonces van a tener que hacerlo en la clandestinidad, o al menos, guardando las apariencias, porque ahora el folgar es pecado. Bueno, no se queje, hombre, a cambio tiene el amor de Jesusito y la salvación eterna.

Sin embargo, el hundimiento del Estado romano, las invasiones bárbaras, la ruralización, la degradación cultural y la superficialidad de la asimilación del cristianismo por parte de las masas nos dará aún grandes ratos de diversión en la próxima entrega, “Las calientes vaqueras de La Finojosa”. Ah, igual alguien se pregunta por el latinajo que da título a este artículo. ¿Solemne, verdad? Alguna pista ya hemos dejado caer, pero si les interesa, se trata de uno de los epigramas del gran poeta romano Catulo, un popular verso de la época que significa “Os daré por culo y me la chuparéis”. Se lo dije, unos malhablados.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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