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Dejemos que Franco se pudra en paz

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Tengo sentimientos más que encontrados respecto a la exhumación de los restos del dictador Franco. Cuesta asimilar, desde luego, que los cadáveres sin nombre de cuarenta mil republicanos descansen –por decir algo- en un mausoleo presidido por la tumba de quien, de una forma u otra, los puso bajo tierra. Ahora bien, de la misma manera que, como los seres humanos civilizados que nos jactamos de ser, nos otorgamos a nosotros mismos unas leyes y un sistema judicial que evitara sentencias sumarísimas o el viejo ojo por ojo, aquí no debemos dejarnos llevar por los sentimientos sino por la lógica, la razón práctica. Sobre todo huyamos de manipulaciones y llamemos a cada cosa por su nombre.

Se habla de transformar el infame Valle de los Caídos en una suerte de monumento a la concordia, a la ‘reconciliación’. Y yo me pregunto: ¿qué concordia? ¿qué reconciliación? No se dio tal cosa en ese país. Muerto el dictador, aquellos que fueron perseguidos, silenciados o aniquilados durante 39 años debieron tragar sapos y culebras en pos de esta democracia coja de la que ahora disfrutamos. Nadie pidió perdón, nadie se arrepintió de nada. ¿Reconciliación? Repito, ¿qué reconciliación?

Insistimos en comparar nuestra situación con la de Alemania o Italia. Incluso tergiversamos denominaciones, llamando régimen fascista a lo que fue el régimen FRANQUISTA. Ni siquiera podemos hablar de falangismo; Franco se cargó la Falange. En cuanto al nazismo y al (verdadero) fascismo, los hechos son los que son: ni Hitler ni Mussolini fueron enterrados en siniestros panteones. Hitler y Mussolini fueron derrotados, Franco no. Podemos tratar de maquillar nuestra historia, sacar al Generalísimo de nuestro campo de visión y fingir que aquello nunca sucedió. Pero este país, en donde, como decía, jamás hubo nada parecido a una reconciliación, un armisticio, donde los cachorros del franquismo aún campan por sus respetos, no puede permitirse el lujo de tocar una sola coma de su historia. El Valle de los Caídos, tan gris, tan tenebroso, tan representativo en forma y fondo de la ‘obra’ de su valedor, debe permanecer intacto. Una cruz gigantesca enraizada en muerte y llanto, con el tirano sepultado bajo una tonelada de mármol; la representación definitiva del período más negro de nuestra historia reciente.

Pongamos nombres, en la medida de lo posible, a cada muerto que allí o en las cunetas de España duerme el sueño de los (in)justos, colguemos placas, expliquemos a nuestros hijos, nuestros sobrinos, nuestros primos pequeños, qué es aquello y qué significa. Que en Cuelgamuros encontremos nuestro Auschwitz particular, un monumento al horror y la intolerancia. Porque a ninguna víctima del nazismo en su sano juicio se le ocurriría relacionar conceptos como reconciliación o concordia con los campos de concentración. Dejemos, en definitiva, que el dictador y genocida Francisco Franco Bahamonde se siga pudriendo donde merece pudrirse: en el agujero más oscuro y frío de esa metáfora de cemento, acero y sangre que es y siempre será el Valle de los Caídos.

Traductor, periodista a regañadientes, copywriter. Quizás nos encontremos en Esquire, Vice, JotDown o en Miradas de Cine. Como me sobra el tiempo, edito Factory.

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