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Posterrorismo

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La fabricación del monstruo. Lo que me preocupa de los atentados de París y de Bruselas es la errónea propaganda que se le ha dado al terrorismo. Porque nos han hecho creer que éstos han sido atentados terroristas. Y no es así. Pero. Antes de explicar por qué y de definir entonces qué es realmente el terrorismo, voy a intentar resumir de donde vienen dichos atentados, insisto, no terroristas, con la crueldad que Antonin Artaud pediría. Así que vayamos por partes, nunca peor dicho. Si la OTAN bombardea el Hospital de Kunduz (en el norte de Afganistán) y deja cuarenta y dos muertos, no es de extrañar en absoluto un tiroteo de noventa muertos en una sala de conciertos de París. De hecho, Laurent Fabius, Ministro de Asuntos Exteriores de Francia, no sólo reconoció la alianza entre su gobierno y el Frente Al-Nusra, la división de Al Qaeda en Siria y Líbano, sino que valoró que ésta hace un buen trabajo. Y tanto es así que, tal y como declaró Alain Chouet, responsable de la Dirección general de Seguridad exterior (DGSE), Francia participa de la financiación que desde hace treinta años se viene haciendo al Ejército que se está institucionalizando bajo el nombre de Dáesh (Estado Islámico de Irak y Levante) y que no es sino una falsificación del Islam. Una atroz falsificación que la relación entre los regímenes de Arabia Saudita y de Qatar pretende propagar, adoctrinar e intoxicar como islamista pero que nada tiene que ver con el Islam.

En otro frente se encuentra Turquía que, por un lado, da vía libre a los euro-yihadistas para que estos atenten contra Siria de la misma forma que se ha atentado contra París y Bruselas; y, por otro lado, no sólo financia al Dáesh sino que también ayuda a comercializar sus reservas de petróleo. Ya lo declaró Madame Hybascova, embajadora de la Unión Europea en Irak, a la Comisión de Asuntos Extranjeros del Parlamento Europeo: estados miembros de la Unión Europea compran este petróleo. Es decir, la alianza con Turquía es funcional al Ejército seudoislamista. Ejército creado por la fuerza militar de los Estados Unidos allí donde no se atrevieron a usar sus propias tropas terrestres. Primero con la Operación Ciclón en Afganistán, operación con la que Osama bin Laden fundó Al Qaeda; de continuo en Yugoslavia, en Bosnia-Kosovo y en el Cáucaso; y después en Irak, Libia y Siria, y otra serie de países. Se trata siempre de una alianza entre la fuerza militar de los Estados Unidos, organizada por la CIA, y de los propios planes o empresas de conquista seudoislamistas que escapan al infalible control de ésta (de la CIA). Allí donde la alianza no sacia la sed de conquista del Dáesh, el Frente Al-Nusra y demás formaciones militares hacen sus propias maniobras de combate, basadas en el asesinato de civiles inocentes, como en París y Bruselas, o de antiguos oficiales y suboficiales sirios e irakíes para entretenerse con sangrientas prácticas de entrenamiento.

Es el ejemplo de la violencia que EEUU ha mostrado durante la última generación, a pesar de estar terminantemente prohibido por la Carta de la ONU que desde 1945 exige la negociación de los conflictos y niega por completo el derecho a la guerra. No obstante, Wesley Clark, general retirado de los EEUU y Comandante Supremo de la OTAN en 1997, reveló que en 2001, antes de los sospechosos atentados del World Trade Center, ya había un programa para desarrollar la guerra con el que la administración de los EEUU había decidido invadir siete países: Afganistán, Irak, Irán, Somalia, Sudán, Libia y Líbano. Labores humanitarias de invasión aparte, la alianza con Israel envenena y siembra un clima de odio en Oriente Medio, rechaza la negociación y educa a la violencia como medio para mantener el colonialismo. Todas estas son las alianzas con las que nuestros gobiernos occidentales hemos llevado la miseria y la guerra a los países de donde provienen huyendo los mismos inmigrantes a los que discriminamos racistamente. Por un lado, atentados como los de París y Bruselas son instrumentos con los que propagar la islamofobia. Y, por otro, Occidente ha derrocado los gobiernos democráticos en Egipto, Irán, Libia y Siria cada vez que los han tenido, para que las multinacionales puedan controlar el petróleo y robar los pueblos locales. Sin lugar a dudas, la hipocresía es el modelo. Y, si nuestros padres ven la televisión, de quién somos hijos, ¿de nuestros padres o de la televisión?

Esta es nuestra HistoriaColonizaciones, migraciones, guerras, exilios y destrucción de todos los arraigos. Con todo lo que ha hecho de nosotros extranjeros en este mundo, expropiados de nuestra ciudad por la policía y de nuestras amistades por el salario, el Estado tritura instintivamente las solidaridades a fin de que no quede más que su ciudadanía, cuyo odio por lo extranjero no es sino el odio contra sí mismo como extraño. De esta forma, la única manera de sentirse español es echar pestes sobre los inmigrantes, contra aquellos que visibilizan nuestra fantasmagórica pertenencia a su soberanía -porque si los inmigrantes no estuviesen ahí, los españoles no existiríamos.

Cada vez es más evidente que existimos con base en la polarización de la que sobreviven los partidos políticos, dado que, sin polarización, sin una división de la sociedad en polos opuestos, no existiría el sistema de gobierno representativo y, muy posiblemente, tampoco se votaría contra el voto. El voto, no obstante y como es sabido, no es en absoluto una conquista del pueblo. Todo lo contrario. El mecanismo de elección es la estrategia que la élite impuso al pueblo para mantener su oligarquía. O, como dijo Alexis de Tocqueville, la gente votará lo que la élite le diga porque el poder adquisitivo de ésta es el que visibilizará unas ideas sobre otras. Donde por otra parte cabe añadir que las grandes fortunas españolas provienen de las mismas familias desde tiempos de la Edad Media. Así, desde hace dos siglos, los representantes políticos son los encargados de perpetuar la oligarquía, ya que su tarea es la de impedir que el poder llegue a manos de la ciudadanía. Mas no sólo no hay ninguna garantía jurídica que permita al ciudadano ser atendido por el representante, sino que tampoco la hay para que el representante deba cumplir con su programa electoral. Es decir, elegimos por elegir. No es nunca una cuestión de certeza. Y, en otras palabras, la confianza y la certeza son cuestiones diametralmente opuestas. Tan diametralmente que los creadores de nuestros sistemas de gobierno dejaron muy claro que ellos mismos eran opuestos a la democracia.

Hace dos mil quinientos años, Atenas era la gran metrópolis de su época. Con las reformas de Clístenes, los atenienses consiguieron que el poder no se siguiese autoperpetuando del rey a sus herederos. Porque el poder debían tenerlo los ciudadanos, y eso hicieron. Sin embargo, como la elección significa confiar en los elegidos y, por ende, si se confía en alguien es para dejarle hacer, los atenienses prefirieron desconfiar, dándole la vuelta a todo el sistema. Los representantes no podían decidir nada sin consultar antes a las asambleas ciudadanas, en las que participaban voluntariamente todos los ciudadanos menos las mujeres, los extranjeros y los esclavos. Exceptuando a estos tres últimos grupos, los ciudadanos se representaban a sí mismos y, por ello, no había representantes. Lo que había eran cargos, gente preparada que tras ser aprobada por la ciudadanía se presentaba candidata y era seleccionada mediante sorteo. Así, con el sorteo, se evitaba la lógica de la confianza, ya que el trabajo de estos cargos no era prometer sino proponer y recibir propuestas. Y, aquí viene lo importante, si el cargo hacía algo diferente a lo consensuado por la asamblea, podía ser penado incluso con la muerte. Esto es el terrorismo. Es decir, la gente se presentaba porque la democracia sólo funciona si se participa con la disposición a escuchar al otro, disposición de escucha para la que los partidos están inhabilitados. Porque no pueden permitirse que la élite pierda el poder. No pueden darle el poder al pueblo o, lo que es lo mismo, no pueden permitirse la democracia.

El futuro no tiene porvenirLa asamblea, que sí es una conquista del pueblo, ha sido maquiavélicamente sustituida por la polarización, por el odio al contrario. Por eso no es de extrañar que, así como los movimientos autónomos de los jóvenes desde hace cuarenta años han estado unificados por la pertenencia de clase, de raza, de barrio y de género, hoy en día el único denominador común es el odio a la sociedad existente. Hecho que prueba que la gran consigna del siglo XX, cantada por el punk de los años setenta, No Future, continúa en la actualidad sin ser trascendida. Esta inmanencia se basa precisamente en la incapacidad que el sistema de gobierno representativo tiene para asamblearse, es decir, para pensar en colectivo y encontrar juntos el mejor camino. Por el contrario, la finalidad del gobierno representativo es ganar. Para ganar, para vencer, es preciso que nos codifique, más que como individuos, como sujetos. El sujeto es, por definición, aquél que ya sabe, que ya sabe cómo son y cómo tienen que ser las cosas y, por tanto, su función es la de defender un argumento o, más concretamente, la de repetir un argumento. He aquí la causa fundamental de la inmanencia, por la que la sabiduría de una época cuyo lema fue El futuro no tiene porvenir sigue vigente. He aquí la razón de ser de todo el sistema educativo: codificarnos como sujetos, como individuos que ya saben. De esta forma, al salir del sistema educativo, el sujeto ya no tendrá nada que aprender, nada que pensar. El deseo de conocer, de saber, es el cadáver de un niño invisible en la orilla de la playa.

Sin embargo, si fuésemos fibra de comunidad y nuestra presencia y participación contasen, querríamos ir a la asamblea a hacer política. Porque, si tenemos poder, deseamos cambiar las cosas. Luego, si asamblearse es hacer política, ¿qué es el terrorismo? Pues, así como la guillotina fue la primera máquina democrática de la Revolución francesa, el terrorismo es el arma con el que el pueblo puede exigir que lo presentado por los cargos políticos esté a la altura de la situación. A pesar de que suene drástico por contraste con una sociedad sumida en un inerme silencio o, peor aún, inducida a una desobediencia adulta, el terrorismo es una de las salidas a un estancamiento que dura ya dos décadas llenas de promesas pero vacías de cualquier certeza. El repetido cuento mediático de los terroristas está resultando muy eficaz a las élites. La distracción combate el vitalismo y adormece las posibilidades de subversión, de ruptura con las formas establecidas. De manera liberadora, los terroristas saben no escuchar a ninguna asociación encargada de gestionar el retorno a la normalidad. Ese es su mérito, liberar el espacio de lo político, de la amenaza, que hay más allá de toda reivindicación asambleria, política. Porque la negación de la política es lo puramente político; lo que a ésta, a la política, da consistencia. El lenguaje de la No-política es el lenguaje de la experiencia común, de la distribución de las riquezas, y es creado por las luchas para decir el nuevo orden.

Trabajosas sonrisas de calendario. Las soluciones policiales y las prisiones no inculcarán amor a la sociedad. El refinamiento de la educación social mantendrá en una sublimación cada vez más retorcida, sofisticada y resplandeciente la lujosa vida de las ciudades, para un constante cambio de las normas sociales, para una flexibilidad cada vez más generalizada. Estamos atados de cabeza al recuerdo de donde venimos y por ello no podemos sino doblegarnos hasta la muerte. Todos los vínculos familiares y sociales que constituyen nuestra identidad nos conducen precipitadamente al desapego, a la cultura del desapego, a la vida sin amor. Sin embargo, la libertad es la capacidad práctica de operar sobre los apegos, de moverse en ellos, de establecerlos o de zanjarlos. Por el contrario, la inteligencia emocional, la sublimación, reprimirse hacia arriba, es decir, la inteligencia adaptativa, es la inteligencia de los esclavos. Nuestra inadaptación no es un problema más que para el que nos quiere someter. Como, por ejemplo, las huelgas. Y también la depresión, síntoma de salud, un despedirse hasta luego de las interacciones débiles que, en lugar de profundizar en la vida, surfean en intereses culturales, aficiones o pasiones obligadas para que el contacto perdure, para que la identidad se vea recompensada con la repartición de códigos estériles, sin barro.

Callada agonía por la que las relaciones son un engaño, por la que la sociedad se hunde sin que nadie abandone el barco. Dosis de tristeza adulteradas con la embriaguez de las celebraciones anuales. Trabajosas sonrisas de calendario. Disimular para que parezca que no pasa nada, porque, según dicta la costumbre, es más triste todavía renunciar.

Depender de los algodones para sentir indiferencia ante el derrumbe. Llamarse libre por haber encontrado un patrón. O la pareja como último escalón de la gran catástrofe social. Un oasis en medio del desierto humano. El calor, la sencillez, la verdad, una vida sin teatro ni espectador, es reducida a la máxima expresión de la intimidad social. Porque la intimidad es un invento social.

Por todo ello, ante la descomposición de todas las formas sociales, el posterrorismo cataliza la ocasión de la certeza, de la búsqueda de certezas. El posterrorismo dinamita lo establecido, lo erróneo, para una experimentación salvaje de nuestros arreglos. Se trata de un devenir autónomo con el que aprender a pegarse en la calle con los cargos políticos, a okupar sus casas vacías, a robar en sus grandes almacenes, a no trabajar y a amarse locamente. El posterrorismo no es el asesinato de inocentes. El posterrorismo es el arma con el que el pueblo garantiza que la democracia sea real y no una excusa con la que invadir países como Afganistán. Es decir, el posterrorismo amenaza, como acto político, a los gobernantes. Y, no es nunca una reivindicación política, porque ni sirve al Sistema ni mucho menos éste lo necesita para reforzar los aparatos policiales, como sí se sirve y necesita de hecho atentados del tipo de los de París y Bruselas, siempre perpetrados allí donde ningún dirigente se encuentra y que nada tienen que ver con lo que realmente es el terrorismo. Por ende, el posterrorismo es la redefinición del terrorismo, de lo específicamente democrático, del poder en manos del pueblo, del pueblo que necesita y exige certeza, para su tranquilidad, y no para la sobreprotección de la élite. El posterrorismo será la bandeja donde se lucen las cabezas de los políticos mediocres o no será.

Cineasta con siete largometrajes, casi una veintena de cortos e incontables participaciones en proyectos ajenos o/y colectivos a mis espaldas. Pintor que gusta en darse baños de color. Y escritor que preferiría ser ágrafo. Estoy preparándome para huir al margen del Estado, fuera del sistema. Me explico en "Dulce Leviatán": https://vimeo.com/user38204696/videos

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