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El mito de Esparta (VI): Recibiendo hasta en el velo del paladar

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Cautivo y desarmado el ejército ateniense, las tropas espartanas han alcanzado sus últimos objetivos militares: la Guerra del Peloponeso ha terminado. Con la victoria de la irreductible aldea griega de ciudadanos en armas, Esparta se yergue ahora como la potencia hegemónica, garante de la libertad y autonomía de las polis, tutora y protectora de Grecia frente a los persas, papel que se concretará en gloriosos episodios como el envío a Asia de la expedición de los Diez Mil…

Pero como ya nos conocemos en esta bitácora, y somos unos listillos, sabemos perfectamente que esta imagen es una deformación idílica del triste panorama real. Para empezar, el resultado de la guerra es el empobrecimiento generalizado de Grecia. Quien realmente ha salido ganando con ello es el Imperio persa, que a base de invertir pasta ha convertido al supuesto bastión del helenismo, una, grande y libre Esparta, en una especie de subcontrata. En otras palabras, las polis griegas padecen una crisis tal que sin el dinero persa tendrían que comerse las estatuas, frisos y columnas jónicas para sobrevivir. Sobre todo nuestra castrense polis, cuyo adaptable y complejo sistema socioeconómico, admiración de expertos de todas las épocas, sufre más que ninguno. En este escenario, los estados griegos se han igualado todos por abajo, y el dominio de Esparta es más nominal que real: en cuanto se le reboten las primeras ciudades que tienen el privilegio de disfrutar de la sofisticación política espartana, se verán en tremendos apuros para imponerse. Ahora es el rey persa el que arbitra la política griega, incluso imponiendo a su antojo las condiciones de los acuerdos de paz (la de Antálcidas, que a pesar de hablar de garantías de autonomía para las ciudades griegas, se resume en un “dejad hacer a Esparta que para eso le pago y no me toquéis la huevada, que iré y os pelaré al cero”).

Sobre la famosa Anábasis o Marcha de los Diez Mil de Jenofonte baste mencionar que aparte de que no eran 10.000 espartanos, aunque los comandase uno de nombre Clearco, no se trata más que de la demostración palmaria de que los griegos no tienen ni para un currusco de pan. Estos tipos no van a invadir ni castigar a Persia, sino que simbolizan la principal fuente de ingresos de las polis en esta época; son alquilados como mercenarios para intervenir en un conflicto sucesorio persa. Pero algo hay que decir para disimular, que uno es pobre pero digno. Durante algún tiempo, el principal producto de exportación griego a Asia será el recio muchachote con casco y lanza.

En medio de esta cutrez de río revuelto pobretón, en plena debilidad de las polis más importantes, Tebas decide ir a pescar y se convierte en la potencia emergente que mete miedo en el barrio. Así que allá va Esparta con toda su tradición y gloria militar a cuestas a darle una lección al advenedizo este, a ver qué se ha creído. En la batalla de Leuctra (371 a. C.), los espartanos se llevan la mano de hostias más inesperada y más grande de toda su historia. El strategos (no me digan que no es un palabro más bonito que   ”general”) tebano, Epaminondas, que con ese nombre sólo podía ser un empollón gafotas, se cruje alegremente a los lacedemonios con una nueva disposición táctica de la falange, y la unidad de guerreros de elite homosexuales tebana, el batallón Sagrado, celebra su particular Día del Orgullo Gay masacrando a los hoplitas espartanos (ver viril imagen). Esparta pierde 400 de los 700 que presentó en la batalla, y si tenemos en cuenta que por entonces tan sólo disponían de unos 1.200 ciudadanos supersoldaditos, la cosa adquiere tintes de drama. Griego, por supuesto. Los tebanos se presentan a las puertas de Esparta, que no tiene más remedio que armar a los hilotas para que la defiendan. Se consigue salvar la ciudad del enemigo, pero los hilotas de Mesenia se independizan y la Liga del Peloponeso se disuelve: Epaminondas acababa de cargarse de un golpe el sistema de alianzas y la economía espartana. En sólo 30 años, Esparta ha pasado de ganar la Champions a bajar a segunda. Un bofetón del que nunca se recuperará.

Para terminar de arreglarlo, a mediados del siglo IV a. C. irrumpe en la escena una nueva potencia llamada, esta sí, a dar gloria inmortal a los griegos: los brutos de los macedonios. Porque Macedonia deja la leyenda militar de Esparta en mantillas, por los suelos y con una mano delante y otra detrás. Sin necesidad de someterlos a una educación diseñada por un psicópata, los soldados macedonios son, sin lugar a dudas, los cabrones más duros de la historia de Grecia; una máquina militar arrolladora, un ejército profesional concebido por Filipo II y dirigido magistralmente por su nene, Alejandro, ese Pedazo de Leyenda que jamás perdió una sola batalla.

En la época de la dominación macedonia, Esparta ya es una polis de tercera fila que se enrosca bien fuerte la boina y se niega a participar en nada que huela a política de fuera del Peloponeso. Ni siquiera en la expedición de Alejandro para invadir, esta vez de verdad de la buena, el Imperio Persa. Curiosa ironía de la historia para quienes se proclamaban baluartes del helenismo frente a los bárbaros orientales. Para mayor befa, mofa y escarnio, tras la batalla del Gránico, Alejandrito enviará como presente 300 armaduras persas con la dedicatoria siguiente: Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos – excepto los espartanos – de los bárbaros que viven en Asia“. Ahí, escrito para la posteridad con todas las letras, porque al rey macedonio no le pasó desapercibido el feo detalle de los habitantes de Rusticolandia. Es más, aprovechando que El Hombre está en Persia forjando un imperio, se sublevan contra los macedonios y vuelven a recibir un palo de considerable importancia, que definitivamente los borra del mapa político.

En este estado de cosas, en el propio Peloponeso surge una nueva formación política, la Liga Aquea, que seguirá la tradición de atizar al muñeco espartano en varias ocasiones. Después de un siglo entero de este penoso estancamiento, un par de reyes lacedemonios intentarán un renacimiento de la polis por métodos drásticos. Uno es Cleómenes III, que ante la alarmante escasez de ciudadanos, armará y entrenará a los periecos (una clase social entre los hilotas y los espartanos, no eran esclavos pero no tienen derechos políticos) al estilo espartiata, por lo cual será tachado de peligroso revolucionario, obviamente. Se aliará con el Egipto Ptolemaico, que como buen estado griego utilizará a nuestros renacidos boinófilos como peón de sus manejos políticos, y se llevará otra tremenda galleta de la Liga Aquea, hasta el punto de que Cleómenes tendrá que huir a Egipto y Esparta se verá finalmente obligada a renunciar a su sistema tradicional y entrar en la Liga en 192 a. C.

Con la llegada de los romanos, Esparta tratará de rascar algo aliándose a ellos, pero el declive es irreversible y los romanos, políticos fríos y calculadores: siendo como es un aliado de cuarta categoría, no tendrán ningún problema en dejarlos colgados cuando les interese. Para la época romana, Esparta se ha convertido en una especie de Bangkok de la Edad Antigua, un reclamo para el turismo morboso; allí se celebran espectáculos violentos donde se torturan muchachos, presentados para los turistas romanos como si se tratase de la original educación espartana. Una Port Aventura sórdida, parodia sanguinaria de la ya de por sí brutal agogé, con gran éxito de público. Esta patética aldea-parque temático acabará su agonía siendo arrasada por los visigodos, en 395 d. C. Y ya está, no hay más, Esparta desaparece; fin de la historia. Una historia donde hay muchos más siglos de decadente aislamiento que de engrandecimiento y desarrollo. Esparta no tomó jamás en serio el liderazgo ni ideológico ni político ni cultural de Grecia, sencillamente porque nunca quiso hacerlo. Si se encontró circunstancialmente en esa posición, se debió a su prestigio militar. Esparta es ni más ni menos que la antítesis de la expansiva, inquieta, revolucionaria e innovadora Atenas.

Párense un momento a considerar lo que representa Atenas hoy en día, capital de Grecia y ciudad mítica, todo un símbolo del saber filosófico, cultural y político, una parte fundamental del patrimonio histórico mundial, respecto a la Esparta actual, que no es más que una refundación debida al capricho de un rey decimonónico. Es muy elocuente por cuanto da la medida del legado de ambas polis a la humanidad; se mire por donde se mire, no hay color. Esparta no resiste la comparación, únicamente deja el ideal del conservadurismo político fuertemente militarizado, la defensa a ultranza del inmovilismo social y la imagen del guerrero invencible. Que incluso, como hemos visto, ni siquiera es del todo cierta; si hay un mito militar griego, éste debiera ser el macedonio por derecho propio. Ni tan siquiera se sostiene el mito marxista del presunto protocomunismo espartano. Todas las polis griegas, absolutamente todos los griegos libres estaban imbuidos de un espíritu colectivo, de pertenencia a una comunidad, casi impensable hoy día. La diferencia de los espartanos con el resto es básicamente que se educaban, comían, y pasaban la mayor parte del día en común. Exactamente como en un cuartel.

Es una reflexión interesante preguntarse sobre el mecanismo por el cual esta leyenda mantiene aún tanta fuerza y está tan viva hoy día, mucho más que cualquier otro lugar y época de la Grecia Antigua. También como para asustarse un poco, vistas las filias que provoca el militarismo de corte totalitario. Porque al fin y al cabo, para resumirlo en una frase copiada de alguna parte, Leónidas se llevó la gloria, pero fue Temístocles quien salvó la libertad de los griegos. Un poco injusto, ¿no creen? Ah, ¿que no lo conocen? ¿Lo ven?

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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