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Guía de supervivencia ideológica (I): Liberalismo

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Usted, sufrido ciudadano de a pie, ¿no se siente un tanto confuso ante la alegría con la que se usan multitud de términos acabados en “ismo” para definir las más variadas tendencias políticas? ¿No se le hace el miembro viril un plato de tallarines cada vez que escucha un debate ideológico por televisión o radio? ¿Nunca ha tenido la desagradable sensación de ver la misma palabreja definiendo tipos de pensamiento radicalmente opuestos? ¿Le vienen arcadas cada vez que Fulano o Mengano se erigen en defensores de tal o cual ideología y no sabe muy bien porqué? ¿Se siente abrumado y hay días que piensa que todo el mundo es un fascista menos usted? ¿O incluso usted mismo y nunca había reparado en ello?

No se preocupe, es mucho más normal de lo que cree. Antes de correr a alistarse en el Partido Español Revisionista Demócrata y Obrero de Nostálgicos de Adolf (PERDONA) con lágrimas en los ojos, párese un momento a considerar la cuestión y pregúntese: ¿Realmente sé lo que significan de verdad todos esos “ismos”? Metido el hombre ya en pleno siglo XXI, y ayuno de nuevas propuestas ideológicas más allá del ipod-ismo, nuestros gurús de la cosa política y sus altavoces, eso que se da en llamar medios de comunicación, dedican muchos esfuerzos a retorcer, desnaturalizar o directamente inventarse su propia versión de ideas políticas salidas del siglo anterior, quizá el más oscuro y el más trascendental de la historia de la Humanidad. Se trata, como siempre, de legitimar en el pasado cualquier tropelía política cometida o a punto de cometer, por supuesto en nombre de algún elevado ideal. Así que asistimos a un fenómeno de uso y abuso desvergonzado de terminología política prestada para disfrazar los más diversos disparates, con lo que no es de extrañar que el común de los mortales se pierda y pase a repetir lo que lee u oye por ahí. Y si no, haga la prueba. Pregunte a amigos y conocidos, no se corte. “Oye, Manolo, ¿tú sabes qué es el socialismo?”. Coleccione las respuestas, si es que obtiene alguna aparte de “¿Yo? Ni idea, macho”. Se lo pasará bomba.

La respuesta a este berenjenal, si es que uno tiene cierto interés en enterarse del mundo que le rodea y no perderse, está, como no podía ser de otra manera, en nuestra querida y prostituida historia. Así que esta bitácora, siempre pendiente de las necesidades espirituales de sus lectores, se ha propuesto confeccionar una Guía de Supervivencia Ideológica (GSI) para que se la imprima, se la lea y pueda presumir delante de sus cuñados en esas discusiones de sobremesa de alta política donde se empieza arreglando España y se termina repartiendo carnets de fascista o estalinista a tutiplén. Así, nuestro primer “ismo” es uno de los más populares, por cuanto ha sido adoptado por un amplio espectro de ideología comúnmente conservadora (una paradoja, como veremos), y porque además es el primero que aparece en la historia como tendencia política reconocible y definida como tal, el muy sobado liberalismo.

Con el desmoronamiento de lo que los franceses llamaron Antiguo Régimen, ese compendio de estructuras sociales de tipo medieval, a finales del XVIII y principios del XIX la res publicae, la cosa pública, quedó abierta a discusión y debate por capas sociales que antes no contaban un pimiento. Una vez cogida la soberanía por los pelos, el pueblo (entiéndase aquí el pueblo educado y más o menos pudiente) empezó a dividirse en diferentes opiniones sobre cómo había que tratar la cuestión política. Es el inicio de lo que llamamos ideologías políticas, tal como las conocemos. El motor de este radical cambio social, como hemos repetido millones de veces, es la burguesía, que se coloca en el centro del foco del escenario político, con la primera ideología por bandera, el llamado liberalismo.

¿En qué consiste? ¿De dónde sale? Como todos ustedes son muy listos, saben bien que en las actividades de los humanos, sobre todo en las que se refieren a darle al manubrio de pensar, nada brota espontáneamente del vacío. La burguesía que encabeza la revolución americana (1773) y francesa (1789) se compone de hombres de negocios, funcionarios, abogados, mercaderes, maestros e intelectuales formados en el caldito de la Ilustración. Para ellos la razón está por encima de la fe, y su entusiasmo por la racionalidad, por el progreso, por la ciencia y por superar un régimen que consideran injusto y que no es más que una traba para avanzar hacia un futuro mejor les motiva para alzarse contra el orden tradicional. Los pensadores ilustrados, con sus “descubrimientos”, ponen sus esperanzas en la bondad innata de los seres humanos, lastrados por siglos de opresión, en la educación y en la justicia.

Influidos por este pensamiento ilustrado, los burgueses lo llevarán al terreno político. Renegarán del altar como legitimación del poder absolutista (ya saben, lo de la Gracia de Dios como excusa), de los privilegios por origen social e incluso del trono, para pasar a otorgarse a sí mismos la soberanía, en tanto que hombres libres. Propugnaban la necesidad de libertades políticas, sociales y también económicas, ya que muchos de ellos eran hombres de negocios que se veían limitados por todo tipo de trabas legales. Son los autores intelectuales del terremoto que acaba con el Antiguo Régimen, puesto que compensan su escaso número con su preparación (dado que la mayoría son intelectuales, profesionales liberales, funcionarios o han recibido una formación) y su peso económico (comerciantes enriquecidos y banqueros). Pero además uno de los matices que nos interesa es que han tomado conciencia de sí mismos como ideología: ya no es un estado de opinión, sino un pensamiento político reconocible y autodenominado como liberal.

Esta conciencia de grupo no sale tampoco de la nada, pero…¿cuándo y dónde cristaliza esto? Pues en el lugar a simple vista más improbable de todos; España, 1812. Un país atrasado, ocupado por las tropas napoleónicas, y rezagado en la carrera de la emancipación política, cuenta con una burguesía escasamente significativa. Pero si nos fijamos algo más de cerca, podemos encontrar un clima favorable a la irrupción liberal: en pleno desgobierno por la ridícula y nada patriótica espantá de dumb & dumber (Carlos IV y su hijo Fernando VII), sin una autoridad visible, el país está en trance de refundarse a sí mismo. El grupo reunido en Cádiz con tal fin está formado por abogados, funcionarios, y sobre todo militares (muchos de ellos toman contacto con las ideas liberales tras su paso por las colonias americanas) y clérigos, que paradójicamente forman el grupo principal. Añádanle algunos criollos americanos y tienen completo el cuadro social de los primeros hombres que se denominan a sí mismos “liberales”. En unos pocos años el término hará fortuna por toda Europa para identificar, ahora sí, la primera ideología política reconocida como tal. Por cierto, ¿conocen algún nombre de los diputados de La Pepa? … Ya, es normal. Ni usted ni nadie.

Tras las guerras napoleónicas, Europa se convulsionará con una serie de estallidos revolucionarios, producto del enfrentamiento entre el movimiento liberal y el trono y el altar, que como vencedores de la guerra europea se resisten a soltar las riendas del poder. Los liberales son numéricamente pocos, por lo que se apoyarán en capas sociales más amplias, como la chusm…los campesinos y los incipientes obreros. Al calor del liberalismo surgirán nuevas ideologías, el nacionalismo y el socialismo, que vendrán a sustituirlo como bandera de cambios políticos. Hacia mediados del XIX parece que el triunfo del liberalismo en su lucha por hacerse un hueco político está asegurado, y se consolida en países punteros de la Revolución industrial como Francia o Inglaterra. Por fin la soberanía residente en el pueblo, los derechos universales del hombre, el sufragio, la libertad social, económica y política se imponen como ideas rectoras del pensamiento civilizado. ¿O no?

Hasta aquí hemos dado unas pinceladas de lo que se suele llamar “liberalismo clásico”, que como toda ideología es un producto de su tiempo y responde a las necesidades de los hombres de su época. Pero como tal, tiene sus limitaciones y sus puntos débiles, aparte de que sufrirá profundas transformaciones una vez que los burgueses se conviertan en la clase social dominante, mutando hacia algo más hipócrita y más parecido a lo que nosotros etiquetamos como liberal.

Para empezar, la universalidad de libertades, derecho y soberanía se verá ciertamente limitada. La mayoría de los pensadores liberales, cuando hablan del “hombre” o de la “raza humana”, se están refiriendo básicamente al varón blanco de cierto estatus social. A pesar de lo que se recoge en las declaraciones de derechos, y a pesar del ferviente activismo de la mujer en la emancipación política incluso a leches, seguramente esperando salir de su secular postración (y donde dice mujer puede leer campesino, esclavo, o la incipiente masa asalariada), predomina por un lado la mentalidad de la época y por el otro, el marcado racionalismo y pragmatismo de los autores del invento. No es rentable renunciar por ejemplo al caudal económico que generan todos esos esclavos de las colonias americanas. Tampoco lo es pasarse de revolucionario y abrir la puerta a que las clases más bajas, ignorantes y analfabetas, participen en las decisiones políticas; eso no cabe en ninguna cabeza ilustrada, a pesar de la condescendiente preocupación (teórica) por elevar un tanto su condición y por tanto su formación. Échenle un vistazo si no al Emilio de Rousseau y vean en qué lugar deja a la mujer en esto de la educación nuestro pensador liberal-paranoide favorito.

En cuanto al liberalismo económico, su producto estrella es el “libre mercado”. Lo primero que hay que tener en cuenta es que a principios del siglo XIX la Revolución Industrial está en su primera fase, o por decirlo de otra manera, dando sus primeros pasitos. Los liberales, por lo general, incluyen comerciantes o dueños de talleres textiles, la primera industria mecanizada. Su sueño es librarse de los privilegios, aranceles y abusos que el Estado absolutista (o lo que es lo mismo, la aristocracia) impone a las actividades comerciales, para convertir el comercio nacional e internacional en un paraíso de pequeños tenderos o industriales compitiendo sin trabas.

Sin embargo, esto no pasará de ser un ideal de imposible aplicación práctica, aunque hará fortuna posteriormente hasta convertirse en un mantra moderno. Si avanzamos un poco el mando a distancia de la historia y nos ubicamos en la segunda mitad del siglo XIX, el panorama ha cambiado radicalmente. Las rompedoras y progresistas propuestas liberales se han moderado, por no decir que han sido olvidadas, en cuanto la burguesía se ha hecho con las riendas de los Estados. El triunfo político burgués se alía a la segunda fase de la Revolución Industrial para convertir al liberalismo clásico en algo mucho más conservador y bastante diferente.

Por un lado, el ferrocarril, el telégrafo, la química y la siderometalurgia pesada (industrias inimaginables 50 años antes) requieren de fuertes inversiones y concentraciones de capital nunca vistas antes. Aparecen los trusts, holdings y demás tinglados de empresas que rápidamente adquieren un tamaño descomunal y se convierten en grupos de presión económica a los cuales el interés común o el bienestar ciudadano les importa aproximadamente un pito. Manejando los hilos del Estado de turno, tratarán de acaparar los resortes del poder político para usarlo en su propio beneficio empresarial. Cosa que consiguen con facilidad puesto que hablamos de industrias estratégicas en la carrera mundial por la supremacía.

Por otro lado, el nuevo liberalismo se muestra ciego y sordo a lo que en su tiempo se conocía como “la cuestión social”. La cara B del vertiginoso proceso de industrialización lo componen legiones de obreros explotados en condiciones infrahumanas: hacinamiento, alcoholismo, prostitución, familias desestructuradas, desarraigo, miseria y analfabetismo. La respuesta se concretará en las cínicas propuestas teóricas de la siniestra “escuela de Manchester” que se pueden resumir en la frase “si eres un obrero jódeteeee, jódeteeeee”. La incapacidad y el desinterés por paliar el sufrimiento de estos millones de infortunados propiciarán la rápida expansión del socialismo. Ahora serán las clases bajas las que se enfrentarán a los burgueses, que erigidos en la cúspide social cambiarán su discurso de libertad por el del “orden”, la “seguridad” y el beneficio económico de unos pocos como máxima expresión del bienestar nacional.

Llegados a este punto, uno se puede preguntar cómo es que tal contraste ideológico entre el liberalismo clásico y el nuevo liberalismo burgués no se ha llevado por delante la doctrina del “libre mercado”. Pues sencillamente porque lleva implícita una idea reutilizable; la de oponerse a una autoridad reguladora. Si en origen la teoría se refería al Estado absolutista, protector de aranceles y privilegios señoriales que entorpecían el desarrollo del comercio, posteriormente se retorcerá para emplearla contra cualquier asomo por parte de cualquier gobierno de regular la actividad empresarial, aunque se trate de acotar los abusos descritos contra la masa trabajadora o contra intereses generales cuando choquen con los empresariales. La máxima expresión de esta idea es la doctrina del laissez faire, el “dejar hacer”; partiendo de la absurda base de que economía y sociedad son esferas separadas, aboga por la desregulación completa y la desaparición del Estado del ámbito económico.

Esta doctrina se esgrime como oposición a las nuevas tendencias de algunos gobiernos en Europa Occidental. A finales del siglo XIX, el socialismo está tan extendido y muestra un músculo tan poderoso, que casi toda la Europa industrializada está al borde del estallido social. Un fantasma recorre Europa, ¿recuerdan?. Algunos estadistas como Bismarck, nada sospechoso de simpatizar con los marxistas, ven claro el peligro y tratarán de evitar una insurrección popular introduciendo mejoras en la calidad de vida del obrero, como puedan ser los días de fiesta, limitar las horas de trabajo diarias, educación pública, prohibición del trabajo infantil, una cierta atención sanitaria y otros lujazos por el estilo.

La pugna entre este proto-Estado del bienestar y la clase empresarial se saldará con el fracaso del laissez faire tras la devastadora crisis de 1929. Una caída de la bolsa provocará el hundimiento de la economía mundial y dejará con el culo al aire a millones y millones de personas en todo el mundo. Básicamente porque la economía desregulada caminaba por el alambre dando saltos mortales sin red. El brutal coste social de la crisis (30 millones de parados en EEUU sin ir más lejos) lo asumen los Estados, claro….¿les suena? La cuestión es que a partir de ese momento los gobiernos pondrán manos a la obra para evitar una repetición del desastre por la vía intervencionista.

Como los humanos parece que no tenemos término medio, en la dirección opuesta correrán los estados totalitarios, que nos conducirán derechitos a los horrores de la guerra superindustrial. Con la derrota de los mismos (excepto los del bloque comunista, que se derrotarán solos), se consolidará la idea del Estado del bienestar. La actual crisis de este tipo de estados, sobre todo por el alto coste de los servicios ofrecidos, y un montón de rollos socioeconómicos más que paso de explicar porque alargaría esto aún más, ha propiciado la aparición de un grupo político que se denomina a sí mismo “neoliberal”. De corte bastante conservador, como hemos visto, aunque se disfracen de innovadores y que en el fondo, de la tradición liberal conservan poco más que el nombre y el gusto por la desregulación salvaje. Imagínense a dónde nos conduciría un paraíso económico sin control, con la que está cayendo. Imagínese usted, solito y sin red, frente a un holding vertical, horizontal, oblicuo o con doble tirabuzón hacia atrás.

Como espero que se haya entendido medianamente, en la próxima entrega nos meteremos en faena con uno de los hijos pródigos del liberalismo, el nacionalismo, esa vedette que vive actualmente su segunda juventud. No me dirán que no cuido de ustedes, ¿eh?. Y si no lo han entendido, pues reléanse el artículo o pregunten, carajo.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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