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La literatura (norte)americana: Dos epílogos para una antología

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Enrique Campos –que ahora que lo pienso es el jefe más simpático que he tenido y tendré nunca- me ha pedido que escriba un artículo sobre México y le he prometido hacerlo pero va a tardar un poco todavía. Para ir abriendo boca le he propuesto éste que trata sobre cómo veo la literatura del país de arriba, el país que desde siempre ha sido el antagonista fraternal de los mexicanos (y de muchos otros países), el país sin nombre, la auténtica tierra puritana que nos defiende de las pesadillas y del “terrorismo internacional” (mientras que el “terrorismo internacional” no nos defiende de ellos), el imperio que lleva ya desde hace unos años en decadencia y desde sus orígenes ha olido, francamente, a cuco.

En realidad, son dos cuentos disfrazados de artículo. O más que dos cuentos son dos prólogos o dos epílogos en licencia creative commons por si alguien hace algún día una nueva antología de la literatura gringa y tiene a bien insertarlos en su obra. Se los regalo. Bastante antiamericano esto de regalar. Pero, en fin, el primero lo escribí en una libreta que se me perdió así que voy a resumirlo como medianamente pueda.

BAJA CALIFORNIA, I LOVE YOU

El cuento se desarrolla en la península de Baja California y uno de los quids de la cuestión es ir descubriendo poco a poco, ir insinuando sin entrar en grandes detalles, que la región que hoy conocemos a grandes rasgos por Estados Unidos fue conquistada por catalanes (lograron derrocar a la corona castellana) mientras que la que conocemos como América Latina fue conquistada por Inglaterra, etc… Y los dos países siguen siendo manicomios.

O sin entrar en tanta distopia histórica (recuerdo que cuando llevaba algunas páginas, las arranqué), el cuento trata de Abraham y Jerry, dos jóvenes que pasan su springbreak en la playa Los Naranjos de Mulegé, alejados del rollo alcohólico/destructivo de sus compañeros en Miami, Cancún u otras zonas, pero que de pronto conocen a una turista francesa (o puede que sea inglesa) y pasan unos días con ella, y de vuelta a USA la llevan en autostop hasta la frontera, y a la altura del desierto del Vizcaíno, ella, desde el asiento de atrás, les dice que ya sabe en qué están pensando, ella, la francesa o la inglesa sabe claramente qué están pensado ellos, los americanos, y pasa a relatarles una historia de una terrible violación en el desierto, de una violación salvaje y desagradable que por su extensión en páginas y por su verismo debe confundirse (o al menos debería confundirse) con lo que Abraham y Jerry hicieron con ella, con lo que, en definitiva, la literatura americana ha hecho con la literatura europea.

UNA NOCHE CON LOS CHICOS

Y el segundo dice así:

Hay una parte del bar Phillies pintado por Edward Hooper que no se ve en el famoso cuadro. Se entra por la puertecita amarilla del fondo hacia medianoche. Hay que bajar unas angostas escaleras. La luz ya no es como la de arriba (que es una luz que lo tiñe todo del color de los sueños fracasados). Abajo casi no hay luz. Y el espacio tiene algo de cantina mexicana.

-Voy a escribir una novela cuyo protagonista será un adicto al sexo con conejos. Pero el tipo sólo se folla conejos con mixomatosis- dice Chuck Palahniuk.

-¡Mamarracho!-le grita o piensa que le grita Bukowski desde el otro extremo de la barra. Y su cabeza choca contra la barra porque es una cabeza borracha y lúcida, una cabeza de batalla, demasiado para una sola cabeza.

William Burroughs se queda callado en una esquina y después se va al baño.

Philip Roth anda también algo achispado y pide otro bourbon:

-Os contaré de qué trata mi nueva novela –grita para quien quiera escucharle.- Un viejo, ante la inminente presencia de la Muerte, se enrolla con una joven judía y ella le propone ir a vivir a Jerusalén. Ante el clima de latente nazismo que se vive en la ciudad, decide regresar a Newark.

-Maravilloso-susurra Jonathan Frazen.

-¡Qué casualidad! –exclama de pronto Paul Auster.- Mi próximo libro trata de un joven que escucha en un bar algo muy parecido a lo que acaba de contar Philip y se pone a escribir una novela que nunca terminará.

Se escuchan abucheos en el local. Ha entrado John Dos Passos vestido de vagabundo con un enorme cacharro que graba conversaciones y todos se ríen de él porque no tiene un I-phone.

Mientras, en el lavabo, Burroghs y Bret Easton Ellis consumen cocaína. Easton Ellis lo hace con fruición y Burroghs se ríe.

Edgard Allan Poe sirve copas, suele estar tranquilo así, de vez en cuando entra en alguna charla con los clientes de la barra. Hay nombres de escritores que no aparecerán en este cuento pero cuyos nombres están escritos en las etiquetas de las botellas de alcohol. Todos los nombrados beben de esas botellas y se emborrachan (algunos más, otros menos) con el líquido de su interior.

En las mesas más retiradas se puede ver a John Kennedy Toole, nadie le presta atención y toquetea un juguete pringoso. En otra está sentado Stephen King con un muñeco que se parece mucho a Stephen King y también escribe novelas.

Al fondo del todo hay una mesa de billar y Truman Capote se coloca con una libretita en un ángulo que le permite ver los traseros de los jugadores.

Hemingway esa noche se empeña en decir que acaba de volver de un viaje a España y el boquete que tiene en la garganta es la cogida de un toro en los sanfermines. En cualquier caso, es una herida provocada por el miedo.

[pullquote]Mientras, en el lavabo, Burroghs y Bret Easton Ellis consumen cocaína.[/pullquote]Norman Mailer está a su lado y propone por enésima vez un aburrido torneo en los retretes para medir quién la tiene más gorda. Puede que la idea se la haya chivado Scott Fitzgerald unas horas antes, pero ahora Scott Fitzgerald está derrumbado en el suelo.

La última irrupción siempre suele ser la de Philip K. Dick y David Foster Wallace. Aparecen siempre con síntomas de haber consumido algún alucinógeno y quieren tomarse la última. Al verlos entrar, Hunter S. Thompson y Kurt Vonnegut se cabrean, últimamente no les llaman en sus juergas de LSD.

Sobra decir que William Faulkner está en su casa durmiendo desde hace rato y que, pese a que esté local está de puta madre, hay uno enfrente (la dueña es Carson McCullers) donde también se puede uno tomar una copa en un ambiente muy agradable.

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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