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La Reconquista (IV): Cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta

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A la vista del esplendoroso panorama que los reinos cristianos (por llamarlos de alguna manera) mostraban durante el siglo VIII, nos preguntábamos en el anterior artículo cómo era posible que los musulmanes no culminasen la labor arrojando definitivamente al mar a ese grupo de norteños de dudosas costumbres higiénicas. En primer lugar habría que mencionar, aunque sea de pasada porque es bastante evidente, que realmente no había una intención de eliminar a los cristianos. El espíritu de yihad era algo diferente a cómo lo entendemos hoy en día; se trata de extender el Islam por la espada si es necesario. Lo que es un poco diferente a cepillarse a cualquier no musulmán que uno se cruce.

En segundo lugar, y más importante, porque los invasores tenían problemas mucho más acuciantes que unas cuantas bandas de malcarados protohippies montañeses. En los primeros momentos, el territorio conquistado se organizará como un emirato, cuyo emir es nombrado por las autoridades del Norte de África. Esto dicho así queda muy solemne, pero la realidad es algo más chusca: hasta mediados del siglo VIII pasarán por el cargo más de 15 gobernadores y la cantidad y calidad de los conflictos es tal que cualquiera se sentiría tentado a contratar un estudio científico para determinar si es posible que en el aire peninsular flote alguna partícula de “aquísehaceloqueyodigamina” que afecta a todo aquel que se establezca en estas tierras.

La cosa es bastante embrollada de explicar, así que resumiendo un poquito, nos encontramos con varias capas sociales y étnicas superpuestas, cada una odiando mucho a las demás. Por un lado los árabes, que arrastran sus rencillas tribales desde que salieron de La Meca y se dividen en qaysíes y yemeníes (árabes del norte y del sur). Aparte de mantener la ojeriza tradicional de esas que nadie recuerda ya cómo empezó, pero que seguramente tiene que ver con el día en que el tío Umar abrevó su camello en el oasis de Hussein sin pedir permiso, están divididos por su actitud hacia los nuevos conversos, los muladíes. Unos superopinan que todos los hermanos de fe son iguales, y los otros que hay hermanos Liga BBVA y hermanos Liga Adelante. Eso sí, en algo están de acuerdo ambas facciones; en despreciar a los beréberes.

El problemilla es que este grupo étnico ha sido clave en la conquista (o para entendernos, la tropa) y reclama lo suyo en el reparto, malestar agravado cuando comprueban que les tocan las migajas. Para rematar, los muladíes quieren mantener los dominios y bienes que poseían, verse efectivamente liberados de pagar el impuesto de los no musulmanes, y que se les trate en pie de igualdad al resto de creyentes. Para rematar, los cristianos y judíos se contentan de momento con pasar desapercibidos y quedarse como están. Como ven, el cuadro típicamente hispano conocido como “¿qué hay de lo mío?”. Mezclado esto con el ingente botín en bienes y tierras a administrar, no es difícil imaginarse las abundantes raciones de alicatado de cara que esta heterogénea situación va a provocar, con rebeliones aquí y allá, al menos hasta que aparezca en escena la familia de machotes de turno a imponer algo de orden. Hablamos del clan de los Umayyid, más conocidos como Omeyas.

Abd Al Rahman, último superviviente del clan tras el golpe abbasí en Damasco, encontró asilo político entre la tribu norteafricana a la que pertenecía su señora madre. Desde allí sondeó el avispero hispano; contactó con sus clientes peninsulares y con el apoyo beréber, consiguió ser proclamado emir en 756. Y aquí se va a acabar la tontería; tanto él como sus sucesores se impondrán a sucesivas y cansinas sublevaciones (primero beréber, después muladí, luego mozárabe, etc etc etc) y sentarán las bases de una estructura estatal fuerte, que son las de siempre: ejército, fiscalidad, burocracia. Con la fundación de redes de ciudades por toda Al Andalus (Madrid, Murcia, Úbeda), y la política de arabización, tendrán durante más de un siglo razonablemente sujetos a todos estos descarriados. Será la etapa de afirmación del estado andalusí y de esplendor cultural inigualable, puesto que los Omeya patrocinarán las artes y las ciencias. Los emires ejercerán de mecenas trayendo de Oriente todo tipo de obras y personalidades, como Ziryab, el famoso músico y creador de estilo iraquí (como lo leen), que ayuden a dotar de prestigio a su corte y eleven el nivel cultural de sus dominios, y pondrán Córdoba bonita y preciosa con la construcción, entre otros edificios, de la famosa mezquita. En definitiva, Estado, Estado y más Estado.

A la sombra de Al Andalus, los cristianos tratarán de asomar la cabeza y hacerse un huequecito cuando los islámicos no miran o están demasiado ocupados rajándose amistosamente. Sin molestar demasiado y pidiendo disculpas, eso sí. Las épocas de crisis del emirato serán aprovechadas para extenderse un poquito más allá o para sacudirse los tributos de encima, mientras que toca mostrarse obsequioso y pelota cuando los emires están en condiciones de repartir collejas grandes. Este es el proceso que seguirán los minúsculos condados pirenaicos y el reino cristiano más importante de la Península en la época, el de Asturias, para consolidar su supervivencia.

Alfonso I será el rey que baje de la montaña, ocupe guarniciones abandonadas por los beréberes y deje entre Asturias y Córdoba lo que los historiadores conocen como “desierto estratégico del Duero”, una amplia zona yerma cuya feraz abundancia de nada aislará el sur del reino de los ataques andalusíes, pues por allí no hay quien se abastezca de lo imprescindible para una campaña militar. Sin embargo, sus sucesores tendrán la mala suerte de encontrarse en inferioridad respecto al rutilante poder Omeya. La historiografía nacionalista los bautizó como “reyes vagos” a los pobres, porque no habían hecho nada por combatir al infiel. Huelga decir que eso es una patochada: ningún rey hasta Alfonso II estaba en condiciones de enfrentarse a los ejércitos de beréberes y eslavos del emirato, y bastante ocupados estaban consolidando su poder frente a los nobles, unificando más o menos a los diferentes pobladores de sus tierras y reduciendo campesinos a la servidumbre. Tareas de bricolage casero que si bien son duras y desagradables, no lucen mucho en los libros de historia, ya que siempre queda mejor que invadas al vecino y glorias imperiales por el estilo.

El siguiente Alfonso tuvo una ocurrencia que perdura hasta hoy en día en forma de cumbayás con alpargatas que no tienen otra cosa mejor que hacer en verano que torturar sus pies durante días y después tratar de convencerte de que es una experiencia maravillosa para que sufras tú también. Además de ampliar el territorio aprovechando que las ciudades de las provincias fronterizas se rebelaron contra Córdoba (Toledo, Mérida y Zaragoza tienen un largo historial delictivo) y le hicieron de tapón, necesitaba afianzar su independencia en otro controvertido aspecto; el eclesiástico. Asturias estaba sometida al arzobispado de Toledo, lo cual así dicho parece bien poca cosa, pero cuando lo traducimos a algo comprensible queda mucho más trascendental: aparte de la tremenda autoridad moral que ostenta, Toledo nombra obispos y cargos eclesiásticos y por lo tanto gestiona también sus rentas y propiedades. Un auténtico dedo en el ojo político astur.

Pero hete aquí que un buen día, paseando por el campo (suponemos que meditando, recogiendo florecillas o buscando inspiración divina), oh casualidad de casualidades, resulta que Teodomiro, obispo de Iria Flavia se tropieza con nada menos que la tumba del apóstol Santiago. Que, más casualidades de la vida, resulta que está dentro del reino. Se impone construir una catedr…un momento, qué carajo, ¡¡¡una ciudad entera!!! para rendir culto al santísimo hallazgo. Y por supuesto, fundar un obispado ad-hoc. En unos cuantos años el reino asturiano comenzará a recibir peregrinos de toda la Europa cristiana.

Esta comedia maniobra, que pese a lo que pueda parecer vista desde hoy es harto inteligente, se completa con una remate por toda la escuadra, aprovechando un rechace. En una de estas idas de olla tan medievales de clérigos descubridores de mediterráneos y que suelen tener que ver con el incomprensible y abstruso misterio de la Trinidad, Toledo dio por buena la doctrina del adopcionismo, por la que se afirma que el Hijo en realidad es hijo adoptivo del Padre. Los monjes a sueldo dela COPE Alfonso, como el Beato de Liébana, denunciaron ferozmente la heterodoxia ante Roma o Narbona: ya había excusa para proclamar la independentzia clerical asturiana. Además este rey pasó la capital a Oviedo, fortificó zonas fronterizas, dejó de pagar tributos, apoyó cualquier sublevación contra el emir y acogió en sus amorosos brazos a todo mozárabe que huyese de Córdoba. El remate a esta política lo aportará como ya vimos la adopción del ideal neovisigótico de manos de los clérigos mozárabes por parte de Alfonso III. El tinglado astur tenía sin embargo un punto débil: el flanco oriental del reino. Pero como necesitamos enterarnos un poco del sucio juego de alianzas para comprenderlo, veamos primero qué ocurre en los valles pirenaicos del Este, así que antes de entrar al meollo les voy a marear un poco.

La supervivencia de los ridículos condados cristianos orientales, reducidos muchas veces al territorio de tal o cual valle, y su tímida expansión originaria viene patrocinada por el Imperio Carolingio. Sí, señores, son los pregabachos quienes hacen y deshacen en la zona que se extiende entre el Pirineo y el Ebro, y la fuerza principal que se opone al emirato. Carlomagno organiza una zona defensiva militarizada dividida en zonas al frente de condes francos o hispanos que pone y quita a su gusto: la Marca Hispánica. Los condados catalanes apenas pasan durante el siglo IX del prepirineo, siendo los francos los que conquistan Girona y Barcelona: hasta que Wilfredo el Velloso (extrapolen el aspecto del individuo en cuestión si en una época semejante ya se le señalaba como especialmente peludo) ocupe la plana de Vic a finales de siglo no se registra un avance autóctono apreciable. Además de ello, la disgregación del Imperio Carolingio y la consiguiente sensación de abandono militar a su suerte, llevarán a afirmar la autonomía de cada condado, hasta que se agrupen alrededor del núcleo “duro” Girona-Barcelona-Vic. De cualquier manera, al igual que ocurre con la idea de España, no hay una entidad política conocida como Cataluña (lo que deja bastante en ridículo a aquellos que niegan una y afirman la otra, por cierto), ya que los condados tienen independencia política y son “intercambiables”, adjudicándose el dominio unos y otros condes en función de parentesco, bodas y alguna que otra intriga.

En la zona occidental del Pirineo, tocando ya con el reino asturiano, la situación es exactamente la misma, pivotando alrededor de dos núcleos. El condado aragonés, que se circunscribe al valle del río que le da nombre y con capital en Jaca, y el reino de Pamplona, posteriormente Navarra. Ambos están rodeados de grandes potencias: los carolingios por un lado, de los que dependen, y por el otro de algunas plazas fuertes del emirato como Huesca o Zaragoza. La preponderancia de los navarros los convertirá en la clave de las alianzas de la zona: familias como los Arista, los Ximeno o los Velasco se disputan el trono pamplonés, aupados por francos o musulmanes. El triunfo final de los Arista se debe a la intervención en su favor de una poderosa familia muladí, el clan de los Banu Qasi, teóricamente fieles a Córdoba, pero que en la práctica ejercen un poder independiente.

La importancia de estos nobles convertidos a la fe islámica radica en la situación crucial de los territorios que dominan. Justamente forman la zona de contacto entre Pamplona, el reino de Asturias y Al Andalus. Lo han adivinado; se trata del vulnerable flanco oriental del reino astur que mencionaba antes. La ruta imprescindible de los ataques musulmanes pasa por evitar la zona del Duero rodeándola y subir por los territorios del valle del Ebro para girar a la izquierda golpeando a los asturianos. Dado que este camino pasa por los territorios de los Banu Qasi, para los cristianos es fundamental mantener buenas relaciones con ellos y que sigan haciendo de tapón.

Sin embargo, en el segundo cuarto del siglo IX el juego de alianzas cambia; los Banu Qasi, hartos de recibir las leches de Córdoba, se aproximan al emir y entran en malas relaciones con Navarra, permitiendo entre otras ofensas que su rey fuese capturado por los vikingos. Esta hostilidad arrastrará a Asturias, y culminará en una buena ensalada de yoyah en Abelda (859), donde Musa ibn Musa, el cabeza de los Qasi, es derrotado estrepitosamente por Ordoño I de Asturias, perdiendo el control de la zona de Soria y Logroño. Victoria, sí, pero urge encontrar un reemplazo para tapar el agujero por donde presumiblemente se colarán las razzias cordobesas, un poder alternativo que permita a los asturianos y navarroaragoneses dormir tranquilos por las noches. La solución no será demasiado original, puesto que copia el procedimiento usado por Carlomagno, pero sí trascendental para el futuro de la Península.

Como ya se imaginarán, en el próximo capítulo asistiremos al parto de un reino llamado a jugar el papel de gran soprano ibérica, a pesar de lo que podría indicar la composición de sus primeros pobladores; la legendaria, mítica, señorial y austera Castilla. Mientras tanto, el emirato se enfrentará a su más grave crisis, que no sólo no acabará con él sino que lo dejará fortalecido y más bonito que un San Luis, convertido en califato por obra y gracia de Abd Al Rahman III, duro entre los duros. En la próxima entrega, “Califa en el lugar del Califa”. Ya, ya, cuatro entregas y aún andamos por el siglo IX, pero a esta bitácora se viene a sufrir, oiga.

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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