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La Reconquista (VII): Hambre de tierras

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Después de tanto marear la perdiz, nos encontramos ante la época, ahora sí, de las grandes conquistas. Los reinos cristianos hace casi un siglo que han tomado la iniciativa político-militar, pero no contentos con eso, esta vez la emplearán en ocupar el territorio de forma efectiva. El siglo XII los verá traspasar las fronteras del Duero y el Ebro, y con espada y cruz en ristre, los reyes, la nobleza y las órdenes militares religiosas dirigirán sus esfuerzos contra el territorio controlado por los almorávides. Dado que los cristianos rulan, vamos a seguir la historieta desde aquí, pero como los asuntos político-familiares de los diferentes reyes de cada reino son un poquito coñazo y darían para tres novelas gordas de esas estilo “Juego de Tronos”, vamos a simplificar un poquitillo, y daremos cuatro pinceladas básicas.

El primer impulso “reconquistador” por el que unos señores se apoderaban de unas tierras que ni ellos ni sus tatarabuelos habían pisado jamás, se produce en este siglo XII. Además aglutinado alrededor de una figura peculiar, un rey impulsivo y amante de los piñazos pero bastante torpe para lo que es la cosa política. En la misma estela de otra figura conocida en esta casa estamos hablando de Alfonso I el Batallador. Este perejil de todas las salsas pisará todos los charcos habidos y por haber de tal suerte que incluso después de muerto se sentirán los ecos de su “legado” político. Pero antes de diseccionar a este desastre con patas, quiero hacer una pequeña introducción a una herramienta fundamental de la política medieval que ha provocado montones de confusiones generalmente interesadas. Que conste en acta pues que no es un capricho mío; ahora que los cristianos cortan el bacalao, los historiadores nacionalistas de todo pelaje mojarán sus sábanas y harán correr sus ríos de tinta defendiendo cada unificación o separación como si fuera la prueba indudable de la Voluntad Imparable de Un Pueblo Soberano en Marcha Desde Nisesabe. ¿A qué se debe este festival para nacionalistas? ¿Cuál es la triste realidad que hay detrás de todo esto? Pues que estamos hablando, ni más ni menos, de la no tan inocente institución del matrimonio.

En esta época, cada alianza política entre dos reinos, ya sea a consecuencia de alguna paz entre ellos o para darle a dúo a un tercero, se sellaba con un matrimonio entre los singles disponibles de cada casa real. Y ya saben lo que tienen los casamientos, que a los pocos años se traducen fácilmente en inocentes mocosos herederos de ambos reinos. Bueno, ¿y qué pasa si los aliados se enemistan? Pues muy sencillo; como la mayoría de contrayentes estaban emparentados entre sí de alguna forma, se denuncia el matrimonio ante el Papado para que se anule, los reinos se separan de nuevo…y como habrán captado enseguida, los chiquillos se convierten automáticamente en una bomba con patas. Esto, unido a la tendencia del personal a fallecer dejando menores en el trono, les dará una idea de cómo funciona la política del Medievo. Así que esta es la razón de unificaciones o secesiones, que se concretan en algo más o menos permanente en función de avatares familiares y no de voluntades soberanas y conciencias nacionales.

Y ahora que ya estamos en antecedentes, examinemos la actuación estelar de este hombre de espada fácil aunque no muy despierto. Alfonso I el Broncas era rey de Aragón, lo cual no era gran cosa dado que se trataba de un minúsculo reino plagado de gente con muy mala leche, pero imprimía carácter. Y también lo era de Navarra, por lo que acabamos de explicar. Este rey era bastante aficionado a tomar la cruz con una mano y repartir estopa con la otra, así que empezó por lo que tenía más cerca, la taifa zaragozana; Tudela, Calatayud, Zaragoza fueron cayendo sucesivamente en sus manos. 

Pero su lanzamiento al estrellato vendrá de la mano de su boda con Urraca de Castilla, en virtud de la cual el pollo pasará a ser rey consorte de Castilla y León, lo que le permite de rebote irse a la capital leonesa a nombrarse Imperator Totus Hispaniae sin demasiados complejos. De una tacada manejaba todos los ases de la baraja, excepto los condados catalanes. Un hijo de la parejita habría acumulado el dominio sobre casi toda la Península…pero las cosas fueron de otro modo. Alfonso era bastante torpe en cuestiones políticas, porque todo lo que fuera más complicado que guerrear se le hacía cuesta arriba, así que en vez de estarse quieto mirando cómo su mujer dirigía el reino, entró en Castilla como un rinoceronte en celo, haciendo amigos a diestro y siniestro. Por otro lado, además de que resultó que la pareja se llevaba a matar, Urraca tenía un hijo de su anterior boda con Raimundo de Borgoña (sí, un franchute!!!), Alfonso Raimúndez. Todo esto puesto en orden se traduce en una bonita guerra civil en Castilla. Los nobles y los clérigos, como el obispo de Santiago, Diego Xelmírez, se alinearon con Urraca y su hijo, los burgueses de las ciudades con Alfonso y el reino quedó como un solar. Nuestro hombre empezó a cansarse de tanta dificultad y de tanta política, y en cuanto consiguió la nulidad matrimonial en Roma, se volvió a su Aragón querido a hacer lo que más le gustaba, pegar hostias, dejando tras de sí un reguero de fraternal amistad entre los poderes castellanos.

Pero aún le dio tiempo de hacer otro estropicio; en 1131 redactó un testamento donde tomó la estúpida decisión (en otros sitios leerán pía) de legar sus reinos a las Órdenes Militares. Imagínense el pitote que se organizó entre las noblezas castellana, aragonesa, navarra o zaragozana cuando murió en 1134 asediando Fraga, después de tres años intentando que el baranda entrara en razón. La consecuencia fue un disputado reparto de todo el tinglado, el soborno pago a las Órdenes por la renuncia y de rebote, nada menos que la creación del reino de Aragón. Como cada reino/facción/grupo de poder, la nobleza aragonesa tuvo que reorganizarse como pudo. Así que decidieron desgajar el reino y llamar al hermano del finado, Ramiro, que profesaba retiro en un convento, a que ocupase el trono. Esta “solución de contingencia” con patas tenía una hija, Petronila, que casaron con Ramón Berenguer, conde de Barcelona. Gracias al testamento del Batallador en mano y a que Ramiro II no tenía ningún interés en gobernar efectivamente, el catalán se las arregló para ser nombrado “princeps” (y no rey, puesto que su suegro lo era ya, aunque no quiso saber nada y pasó su reinado de vuelta en el convento). Pero todoprinceps necesita un principado…así que lo que aparentemente es una unificación asimétrica en que Aragón absorbe los condados catalanes encubre otra unificación política distinta: la conversión de Cataluña en Lo Un, Gran e Llibre Principat, excepto Urgell, que resistirá la OPA cual irreductible aldea gala, y el hecho de que el rey efectivo sin corona era Ramón Berenguer IV. Lo de siempre en España, ya saben, hay que guardar las apariencias.

Encantado con su flamante nuevo reino, Ramón, otro “Action Hero” de la vida, pasará a hacer honor al difunto Batallador, lanzándose a la conquista de Tortosa, Lérida, etc etc. En 1162, su hijo Alfonsito II el Casto (al que curiosamente, también llamaban Ramón) heredará todo lo de papá y mamá y el reino de Aragón queda así como una de las dos grandes potencias peninsulares, encajando de paso a Navarra que quedará encerrada sin posibilidad de participar en la Carrera Hacia el Sur y por tanto, se nos afrancesará un tanto.

Bueno, y mientras tanto, se preguntarán ustedes, contra tanto avance y tanta conquista, cruzados, Órdenes militares y todo eso, ¿qué hacen los almorávides? Pues perder terreno continuamente mientras contemplan cómo su efímero imperio se derrumba. Yusuf y sus sucesores ya tenían unos cuantos enemigos por aquello de su no muy simpática interpretación del Islam, pero en cuanto descubrieron que se vivía muy bien en el palacio y relajaron costumbres, se granjearon también la enemistad de los andalusíes de orden. Para colmo, otra secta norteafricana, también integrista y bastante poco original, repetirá punto por punto el programa, programa, programa almorávide en un clásico “quítate-tú-pa-ponerme-yo”; los almohades. Ni qué decir tiene que todo esto favorece en última instancia la expansión cristiana, que va a alcanzar su punto culminante durante el siglo XIII.

Damos ahora, pues, un pequeño salto dramático y nos colocamos en la casilla de salida del grueso principal de la Reconquista. Durante el XII los cristianos han ido conquistando territorio almorávide, y le han cogido el gusto a los productos derivados de ello: tierras, botín, poder y ascenso social. Con recursos demográficos aún escasos, pero suficientes para ocupar territorios, las campañas se convierten en una especie de rapiña organizada: se hace el reparto del botín antes de la toma de tal o cual erritorio musulmán y después según vaya la cosa se cambian los cromos. Las Órdenes y la nobleza militar, ya sea de la de toda la vida o de nueva creación por distinguirse en la lucha, viven una época de esplendor, acumulando un poder nunca visto antes. Esto es importante, porque configura una casta nobiliar muy poderosa, y la consecuencia de esto se verá pronto.

Sin embargo, en 1210 la frontera está aún en la línea Tajo- sierra de Albarracín – desembocadura del Ebro. Desde aquí y hasta 1240 aproximadamente, los cristianos completarán la conquista de casi de la mitad de la península, salvo el reducto de Granada. O lo que es lo mismo, la totalidad de las actuales Castilla La Mancha, Extremadura, Valencia, Murcia y Andalucía Occidental. Casi nada. Un espectacular avance, o hundimiento almohade, según se mire, encabezado principalmente por dos núcleos de poder, el oriental con la Corona de Aragón, y el Occidental, con el trinomio Castilla-León y la aparición del escindido Portugal.

Y es que en esta campaña, la resistencia almohade quedará deshecha nada más empezar, en La Madre de Todas las Batallas del medievo hispano: Las Navas de Tolosa. Alfonso VIII de Castilla, de acuerdo con el Papa, organizó una Cruzada contra los musulmanes, cabreado porque le habían dado una hostia en Alarcos (1195) y alarmado por los preparativos de una ofensiva almohade. Así que se juntó una fuerza de paz multinacional de la ONU en el que participó todo el mundo menos el rey de León, que estaba enfurruñado con el rey de Castilla, por lo que se dedicó a saquear algunas plazas castellanas mientras tanto. También unos 30.000 cruzados francos, que se largaron antes de empezar porque no les dejaban arrasar, violar y destruir. Lógicamente, pues nadie caga en su olla y esos territorios ya estaban repartidos con sus aldeas, alquerías, campesinos musulmanes y todo lo demás. Los almohades, por su parte, adoptaron la táctica “pa chulo chulo mi pirulo” y presentaron batalla con un enorme ejército. Lamentablemente incumplieron una norma básica que todo lector de esta página conoce, y los dirigía el Miramamolín (“Comendador de los Creyentes” pronunciado a la cristiana); un señor con un nombre tan ridículo no puede ganar nada importante, así que la derrota musulmana fue estrepitosa.

A partir de ahí el empuje cristiano es irresistible, al mando de dos auténticos figurones, el castellano Fernando III el Santo, que conquistó Sevilla, la capital almohade, y pudo juntar en su cabeza Castilla y León, comprando los derechos al trono por un módico precio que pagó con lo que sacó de la conquista, y Jaume I el Conquistador, el cual una vez muerto Pedro II por meter los hocicos en la Provenza, y alcanzada la mayoría de edad, optó por abandonar la espinosa política occitana, dejar a Francia en paz y marchar hacia el Sur. Y menos mal que nos queda Portugal, claro. Esta escisión de Castilla consiguió medrar independientemente gracias a las luchas de facciones castellanas y a una táctica que si bien les dio buen resultado porque les hizo virtualmente intocables, suponía el abrazo del oso y trajo de cabeza a una ristra de monarcas lusos: hacerse vasallos de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Ni que decir tiene que este impresionante éxito superaba la capacidad de los cristianos para gestionar adecuadamente tanto terreno ocupado, y aquí vamos a tirar por el suelo el mito este tan buenrrollista de “las tres culturas” conviviendo en paz y armonía, tan querido por la historiografía posmoderna y las novelas históricas a 9,95 en la FNAC. El origen del mito se encuentra sin duda en Toledo y la famosa escuela de traductores, pero hay que recordar que hablamos de una rara avismedieval como es el intelectual y que esto no se puede generalizar. Por otro lado, el hecho de contrastar la presencia de judíos y musulmanes con su expulsión en 1492 y 1609, respectivamente, puede llevar a pensar en una nueva época de intolerancia (que algunos maliciosos adjudican exclusivamente a la parejita Fernando e Isabel, de la que hablaremos largo y tendido). Y por último, es cierto que en las ciudades medievales hispanas había tres barrios, tanto en las musulmanas como a medida que fueron siendo ocupadas por los cristianos.

Pero no es oro todo lo que reluce: esta interpretación es simplista, muy sesgada y en definitiva, mentira cochina. En primer lugar, como mucho las tres culturas se toleraban y malamente, ya que vivían físicamente separadas una de otra, con leyes que castigaban cualquier tipo de mezcla o trasvase entre ellas, y por supuesto, siempre que acatasen sin rechistar las disposiciones de la cultura dominante. Por otra parte, la ocupación cristiana de las ciudades podría en principio parecer que dejaba las cosas igual, pero ni de coña. Los conquistadores, si bien permitían a los musulmanes seguir en la ciudad, no sólo se adueñaban de los espacios públicos, tirando la mezquita para poner la iglesia, sino también las manzanas de casas. Todo el urbanismo árabe a la porra; los islámicosy judíos eran amontonados en arrabales extramuros, y la mayoría acababa yéndose. ¿A dónde? Pues al meollo del concetu: al campo. La razón por la que los cristianos permitían graciosamente a los musulmanes trabajar para ellos es ni más ni menos que la falta de efectivos propios para reemplazar a tanto campesino en una extensión tan grande, y es por ello por lo que aguantaron hasta principios del XVII, y no por cantinelas de respeto y civismo. Porque las leyes poco multiétnicas siguieron en aumento. ¿Eh, y los judíos? Pues el antisemitismo no es algo que se les ponga en las gónadas a los Reyes Católicos; la preparación de los judíos y su habilidad comercial les hizo los candidatos ideales para desempeñar una función muy divertida, la de recaudar impuestos. Su diferencia cultural daba a los reyes cristianos la seguridad de que no les traicionarían por cualquier facción nobiliar. Pero a la larga todo esto jugó en su contra. Por una parte, como decía Eskorbuto, “verde, azul o marrón, un cabrón es un cabrón”; los judíos no eran más amables que otros recaudadores, al contrario, su eficiencia los hacía todavía más impopulares. Por la otra, eran agentes del rey, por lo que en cuanto las aristocracias villanas quisieron echar mano de la caja y encargarse ellos de manejar los dineros, se les opusieron. Y los judíos eran un blanco fácil para canalizar odios, precisamente por su diferencia cultural bien visible para todos. Los RR CC simplemente se hacen eco de las peticiones de sus elites, que arrastraban a sus propios siervos. Esta es la realidad social de la conquista cristiana, no es muy bonita, pero es la que hay.

No me negarán que no es llamativo que se quiera hacer un todo reconquistador de 800 añitos de nada de un proceso por el cual en los primeros tres siglos y medio largos las fronteras apenas cambian, se empiezan a mover durante un siglo, y se conquista la mitad en sólo 30 años, para dejar las cosas como están durante otros dos siglos y medio. ¿Que por qué se dejan como están? Bueno, lo hemos empezado a apuntar arriba. La nobleza se ha enriquecido muchísimo, así que van a dar muchos dolores de cabeza a los reyes de las superpotencias peninsulares, Aragón y Castilla. Tantos, que la conquista sufrirá un frenazo hasta su detención completa. Vale, pero…¿cómo es que sobrevive un reino tan débil como el granadino teniendo estos dos vecinos tan fortachones? Básicamente porque cumple una función similar a la ETA; darle una paliza de vez en cuando pero sin matarla del todo proporciona grandes réditos políticos. Además, a estos sí se les puede usar como aliados para dar y recibir por vía interpuesta. Vamos, que interesa que el morito respire. Todo esto se verá en el capítulo siguiente, donde en el transcurso del encantador siglo XIV con sus pestes, sus crisis y sus guerras nobiliares por todas partes, asistiremos al hundimiento definitivo del medievo y el parto de la Edad Moderna en “Si no tengo con quien, me pego solo”. Ah, y hablaremos, tachán, tachán, ¡¡¡ del Compromiso de Caspe !!!

Abogado, experto en historia. Colabora con Jot Down.

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