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No hay salida: Cine pesimista

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Si en la Antigüedad los griegos crearon el género de la tragedia para reflexionar sobre el enigma del destino del ser humano y abocarlo a un final siempre funesto, en la segunda mitad del siglo XX, podríamos hablar de un cine pesimista: aquel que tiene propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable. Conviene recordar una secuencia, filmada en 1948. Desde entonces, no ha sucedido nada tan terrible en una pantalla.  Un niño de doce años tirándose desde el último piso de un edificio derruido…

El suicidio del joven Edmund, filmado por Rosellini en “Alemania, año cero” reventó cualquier expectativa, cualquier atisbo de esperanza para la Humanidad. Todos los personajes de “Alemania, año cero” parecen orbitar alrededor de un mismo concepto de oscuridad moral: el profesor pedófilo, la hermana que tiene que prostituirse, el padre recluido en casa, cobarde por su pasado nazi…

Pese a todo, el mundo siguió adelante  tras el varapalo que supuso la Segunda Guerra Mundial. Pero esa imagen de Edmund, despojado de su infancia y lanzándose al vacío porque no hay futuro, porque vive rodeado de la miseria más atroz, es el testimonio visual más impactante de lo que supuso el fin del conflicto bélico o cómo éste hecho tan atroz minó la ética de la gente.

Por suerte, el director italiano volvió a confiar en sus semejantes y a lo largo de su filmografía trató ,en buena medida, de intentar vencer esa estampa de la desolación, ese punto de no retorno que fue el suicidio de Edmund.

Mientras en Europa muchos directores ofrecían visiones complacientes de su tiempo (los felices y revolucionarios años 60), el alemán Fassbinder, se encargó de ir añadiendo gotas de negrura en cada una de sus películas. El pesimismo de Fassbinder puede recordar al de  Fernando Pessoa, en cuanto ambos parecen estar profundamente desencantados con el género humano. La tiranía dependiente de las relaciones interpersonales, la inmunización ante la violencia, el sexo como mercadería, lo falso de la amistad, el amor concebido como algo frío… temas difíciles y complejos, que son una constante en toda su obra y que supo plasmar en imágenes con maestría.

En Latinoamérica, el director brasileño Glauber Rocha, construyó buena parte de su cine a partir de unos parámetros netamente pesimistas. Consciente de lo difícil del cambio en las sociedades en vías de desarrollo, películas-tesis como “Terra em transe” (1967) o “La edad de la tierra” (1980), analizan con amargura la imposibilidad de una política concreta, al tiempo que reescriben la historia del país siempre desde una perspectiva combativa y particularmente ceniza.

En España también tenemos obras maestras del cine pesimista. “Muerte de un ciclista” (1955), de Bardem, en la que se nos habla de la doble moral a partir de la historia de una pareja de amantes burgueses que queda impune de un asesinato. O “Plácido” (1961), “El verdugo”  (1963),“Vivan los novios” (1970)… del gran Berlanga, retratos cáusticos cargados de mala leche. Fiel radiografía de una sociedad que tuvo que padecer el yugo de una dictadura durante tantos años.

También la ciencia ficción es un género en el que  el pesimismo hace acto de presencia. Ya no tanto en películas que muestran futuros hipotéticos, como “Blade Runner” (1982), o  universos donde ya no hay posibilidad de escape y el mundo se ha convertido directamente en una sombría pesadilla,  como “Dark City” (1998).

Sin necesidad de presentar un futuro tan alejado,Haneke, con su particular estilo frío y distante, huyendo de futurismos y efectos digitales, nos presenta un destino nada aciago para el ser humano en “El tiempo del lobo” (2003). También “Hijos de los hombres” (2006) consigue transmitir una honda desazón, precisamente porque nos resulta más cercana, con ese mundo superpoblado, achacoso debido a los graves problemas climáticos y de contaminación, repleto de grupos terroristas, pobreza, inmigración castigada con la cárcel… Sólo un personaje parece ser feliz: el que interpreta Michael Caine, una especie de neo-hippie que vive con su mujer en una casa en mitad del campo.

Y si hablamos de la utopía hippie –la de los años 70-, hay dos directores que se encargaron con dos películas de eliminar  de un plumazo los bienintencionados deseos de paz y amor, haz el amor y no la guerra, etc…

El primero es Antonioni con “Zabrikie Point” (1970). El segundo es Monte Hellman con “Carretera asfaltada en dos direcciones” (1971). Solamente hace falta fijarse en su plano final: el joven protagonista, espíritu libre aficionado a las carreras ilegales, trata de acelerar su coche mientras la imagen se ralentiza y acaba por quemarse literalmente. No hay futuro. O el de “Zabriskie Point”, donde la bella Daria Halprin se imagina la casa del magnate especulador (Rod Taylor) volando por los aires mientras suenan los acordes compuestos por Pink Floyd. Pese a los inconformismos juveniles y los movimientos que abogaron por la libertad, una sociedad violenta, enferma y consumista como la americana ha de romper con ese germen de raíz. Asunto muy complicado, parecen decirnos ambos directores.

Si hay un cineasta pesimista por excelencia en nuestros días, ése es Philippe Garrel. Tras una juventud llena de excesos -donde se decantó por un cine experimental- desde comienzos de los 80 hasta nuestros días, ha seguido el camino del cine narrativo. Sin embargo, las tramas de sus películas no dejan  escapatoria.

La mayoría de ellas están filmadas en un sobrio blanco y negro, lo que potencia la idea de un mundo desprovisto de todo colorido, un páramo donde cualquier sentimiento alegre está desterrado. Ya sea en “Los amantes habituales” (2005), su particular visión del mayo del 68, o en “La frontera del alba” (2008) , donde indaga en la posibilidad del amor tras el suicidio de la persona querida. En todas ellas hay un halo de desaliento, una tristeza inmanente y descorazonadora. Heredera, en cierta medida, de otra grande del cine francés: Marguerite Duras. Maestra en presentar el naufragio del amor, la soledad y los sentimientos que se pierden a través de  espacios vacíos.

Cuando desde el Festival de Cannes le encargaron aGodard si podía resumir la historia del siglo XX en un formato de escasa duración, el francés se sacó de la manga el cortometraje “De l´origine du XXIe siècle” (2000). Un montaje breve de tendencia claramente pesimista. Momentos de extraordinaria belleza se combinan con imágenes de Auschwitz, Sarajevo, Bosnia, violaciones, ahorcamientos, fosas comunes, Vietnam… componiendo un fabuloso collage visual. Quince minutos de historia viva; Historia o Memoria de la Imagen.

La última patada en el estómago, culmen del pesimismo, la encontramos en “Import, export” (2007), de Ulrich Seidl. La película arranca con un plano que está fuera de la narración pero que es toda una declaración de intenciones: un hombre en mitad de la nieve trata de arrancar una motocicleta sin lograrlo. Y el último, un plano general de la sala de un asilo para ancianos seniles que dormitan esperando la muerte. Estupendas metáforas visuales de cómo ve éste realizador la Europa actual: un lugar que no funciona y dónde tampoco hay futuro. El resto de la película es un viaje tenebroso y deshumanizado al corazón del viejo continente de la mano de dos personajes que se enfrentan cara a cara con lo más deplorable de nuestras modernas sociedades del bienestar.

Tras el visionado de cualquiera de estas películas, es recomendable acudir al cine de Frank Capra, donde uno vuelve a confiar en el género humano, vuelve a sentir deseos de abrazar a alguien, bailar, sonreír, pensar que no todo es tan negro y aún queda un atisbo de esperanza…

Miguel Blasco Marqués (Valencia, 1988). Lector ácrata e impenitente, cineasta jubilado, perfeccionista en las paellas, eterno diletante, fanático de los tacos mexicanos y de las tertulias que no conducen a nada. Trabaja como editor en Ediciones Contrabando.

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