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Roberto Bolaño, ese salvaje canalla

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Los motivos para que te atraiga la lectura de una determinada novela son muchos. Puede pasar que ya conozcas al autor de antemano, que su personalidad literaria te llene, que la portada te llame la atención o que alguien te recomiende un texto al que ni por asomo te acercarías si no te lo hubieran sugerido. Puede suceder, también, que una editorial tan prestigiosa como la catalana Anagrama, que recientemente ha cumplido cuarenta primaveras, con sus veranos, otoños e inviernos literarios, decida poner a la venta una colección exclusiva con sus cien mejores narraciones.

La primera tanda de la Biblioteca Anagrama -en las calles desde el pasado año- estuvo compuesta por títulos de Paul AusterAlessandro BariccoAlberto MéndezJack KerouacIan McEwan y Truman Capote. Pero en esa lista sobresalía una ficción que, lejos de parecer atrayente, sí reunía todas las condiciones para atraer al lector potencial: ‘Los detectives salvajes’, de Roberto Bolaño. Era la primera vez que oí hablar de él, del chileno que hace casi siete años dejó de existir en un hospital barcelonés tras diez días en coma a consecuencia de una insuficiencia hepática. La muerte se llevaba al para muchos mayor exponente de la literatura sudamericana del siglo XX, un tipo que, con su pelo alborotado, sus grandes gafas redondas y su pitillo a medio terminar siempre en su boca, consiguió reflejar en papel lo que muchos otros han intentado durante años: plasmar la realidad con palabras, sin medias tintas.

Sólo he leído tres novelas de este genio. Bueno, dos y media, teniendo en cuenta que ‘2666’, su obra culmen, la novela total, aún le quedan unas seiscientas páginas para ser terminada. ‘Estrella distante’, escrito que cuenta, a modo faulkneriano, la búsqueda de un piloto que se hace pasar por un poeta bajo la dictadura de Pinochet, es una de ellas. Y ‘Los detectives salvajes’, aquella con la cual me inicié en el universo Bolaño, y de la que todavía guardo un recuerdo preciso, es la otra.

Bolaño era un escritor autobiográfico. Sus experiencias en vida las trasladaba a sus libros, y así hizo con estos detectives, que no eran otros que Arturo Belano (trasunto del propio autor chileno) y Ulises Lima, inspirado en el poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro. Estos Billy Boys (ilustración de Jack Vettriano que se refleja en la portada del libro) forman parte del movimiento realvisceralista, un grupo de jóvenes poetas sudamericanos cuyo fin último es la veneración de la poetisa Cesárea Tinajero y de sus discípulos. Ganador del Premio Herralde de Novela y del Rómulo Gallegos, ‘Los detectives salvajes’ acumula una serie innumerable de hechos correlativos, contados por decenas de personajes y en decenas de años y localizaciones distintas, que describen, desde múltiples y caleidoscópicas perspectivas, la trascendencia de este pequeño grupo literario formado por Lima y Belano a través de la historia y la sociedad del siglo XX.

La prosa seca, concisa y canalla de Bolaño se aprecia desde el primer párrafo de la novela: “2 de noviembre. He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así”. Esta narración, a modo de diario, se inserta y desarrolla a lo largo de sus más de seiscientas páginas, y se asemeja, a su modo, a las ficciones de Malcolm Lowry en ‘Bajo el volcán’(La obra de Bolaño comienza con la cita “¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey? No), con la ‘Rayuela’ de Julio Cortázar o con ‘La vida instrucciones de uso’ de Georges Perec.

Bolaño, para muchos críticos y amigos, entre ellos Vila-Matas o Juan Villoro, estaba fascinado por México, tanto es así, que el propio Villoro comentó una vez “se podría sostener que el infrarrealismo lo determinó como escritor de la misma forma que el alejamiento de la corriente le permitió iniciar su carrera como novelista. México para él fue central, porque lo determinó como escritor”. Sus reuniones y tertulias con los infrarrealistas, encabezados por Mario Santiago Papasquiaro, tenían como fin establecer al movimiento como reflejo de la vanguardia, y ser, por ende, oposición a la literatura tradicional mexicana, anquilosada en la figura del Nobel Octavio Paz.

Titulaba un artículo sobre uno de los últimos libros del chileno que “no hay un Bolaño menor”, afirmación que se asienta en todos y cada uno de los escritos del narrador latinoamericano: ‘Llamadas telefónicas’,‘Nocturno de Chile’‘Amuleto’‘Putas asesinas’,‘Amberes’‘El gaucho insufrible’ o ‘El Tercer Reich’, último de ellos publicado, conforman parte de una trayectoria, la de Roberto Bolaño, que, como decimos, se balancea entre la obsesión por el reflejo de la sociedad del pasado siglo y el corte autobiográfico que se eleva en torno al autor.

Sobre ‘2666’, poco que decir. Que fue escrita en cinco partes. Que no iba a ser, por tanto, publicada en su vasta extensión, sino que el autor decidió hacerlo de esa manera para asegurar el futuro de sus hijos, tal como reza el texto de presentación de la misma. Es ‘2666’ un conjunto de pequeñas novelas entrelazadas por un hilo conductor: la búsqueda de un escritor alemán, Benno von Archimboldi. Es casi lo único que puedo contar. O también que se dan una serie de misteriosos asesinatos de mujeres en Santa Teresa, el Ciudad Juarez imaginado por Bolaño. O que un extraño profesor latino, con hija adolescente española, cuida   un ejemplar de una obra de un gallego matemático para que no se caiga de las pinzas a las que está cogida en un cable en su terraza. Pero nada más. Bolaño era un tipo inteligente, cercano, atrayente.

Recuerdo una entrevista a Jorge Herralde, su editor y descubridor, en la que dijo que tras leer algunos de sus relatos no tuvo más remedio que publicar textos de Bolaño. Esta pasada semana, en Málaga, se han celebrado unas jornadas sobre Paul y Jane Bowles, viajeros y literatos incansables. De Jane, Anagrama ha rescatado ‘Dos damas muy serias’, y el propio Herralde fue el encargado, cómo no, de presentar la obra. Tras la charla, me acerqué a Jordi, como le llaman sus más cercanos, y le pedí que me firmara un ejemplar de ‘Los detectives salvajes’. Sin apenas mirarme, cogió el libro y me lo dedicó. En ese momento, le digo que estoy leyendo ‘2666’. Es entonces cuando vuelve la cabeza, me lanza una tierna sonrisa y en su cara se refleja tranquilidad, aquella tranquilidad que pudo haber recorrido el semblante de Roberto Bolaño al escribir las cinco partes que concentran la novela total, aquella tranquilidad de la mirada de un editor satisfecho de descubrir y publicar a uno de los escritores más influyentes y determinantes de la literatura universal.

Creo en Roberto Bolaño por encima de todas las cosas.

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