Igualdad

Pospost: lo que va después de lo que va después

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El protagonismo es un privilegio.

El día de tu boda, de tu cumpleaños o el día que recibes un premio, estás siendo un privilegiado. Recientemente, me prometí junto a mi amigo Pablo que durante los próximos meses haría autocrítica para no abandonarme a mis propios impulsos, porque él me avisó que yo acaparaba un espacio de atención que gente cercana a nosotros necesitaba para poder expresarse y comunicarse. Ese espacio es como el agua. Todos la necesitamos, pero, si tomamos demasiada, otros podrían desecarse. Desecarse es el síntoma de la disciplina, por ejemplo, de callar para representar el papel de quien se limita a rendir culto a la ceremonia o aquelarre en proceso, para ser aceptado. Eso es algo que yo siempre he llevado muy mal, cuando me invitan a participar de reuniones de “maestros o amos de un ámbito de la existencia”, siempre pierdo la oportunidad de que me vuelvan a llamar porque ya durante el transcurso del evento me mandan al banquillo. Para con las convenciones sociales valgo menos que un jugador de fútbol que siempre tira a puerta en lugar de pasarla. Como sea, desde que me lo dijo no he dejado de intentar salvar los espacios de seguridad. Y me está yendo bien, porque Pablo es feminista y vive en el presente. No es un trovador del medievo que exalte a la mujer sino alguien que sabe escuchar y, lo más importante, dar buen trato a la gente. A mí me lo ha dado, y a mi amada Reme también, hasta el punto de dedicarle un bonito piropo a ella en mi presencia. De hecho, desde que he asistido a su buen trato, he sentido y siento amar más a Reme y, por extensión correspondida, ella a mí también. Son momentos de intensidad variables, ocasionalmente irregulares y excepcionalmente ambiguos, ya que los sentimientos de amor los vivo de manera concreta cada momento del día y nunca en una constante plana y regular. El romanticismo es confundir la vida con el teatro, caer en la farsa de que siempre se ama con la intensidad del enamoramiento. ¡Qué va! El amor crece y el enamoramiento decrece. El amor es una gran pasión que empieza en una pequeña chispa y deviene en un fuego inextinguible. Pero, el enamoramiento es un fuego artificial, un proceso en declive que no tarda en desaparecer; comparable incluso al balconing, el mayor salto evolutivo del hombre. Así, los momentos de intensidad en el amor no son nuevos períodos de enamoramiento sino los frutos del amor mismo, y hay que sentirlo de verdad para recogerlos y disfrutarlos. El amor romántico no es sino una de las consecuencias del patriarcado, y el patriarcado que hemos conocido es un disfraz de puercoespín.

El hombre, interpelado discursivamente, surgió como el nuevo yo entre los animales. Las condiciones discursivas de la sociedad precedida marcaron su lugar de formación, llevándolo a creer que psíquicamente era diferente del resto. No pudo predecirlo porque no fue un proceso mecánico venido desde abajo, como nos hace creer el darwinismo en términos de evolución y el neodarwinismo en concepto de selección, sino que se trató de una subordinación a la norma de diferenciación porque, una vez que consiguió percibirse transformado en Otro, tuvo que sujetarse a la norma para poder categorizarse y, a partir de ahí, aceptar un tipo de producción deseante para darse existencia social. Es normal que la práctica que eligió para rearticularse y resignificarse fuese la violencia porque, en primer lugar, categorizarse como sujeto implica la propia subordinación y, en segundo lugar, dicha práctica ha sido inmanente a una acumulación de poder internalizada mediante la generación de testosterona. Regular los niveles de testosterona para marcar una diferencia política, en lo que podríamos considerar como un cambio en la organización taxonómica social, es lo que llevó al hombre a caracterizarse performativamente como machista. En consecuencia, el machismo, como movimiento, es una gestión de la violencia. O, en otras palabras, el machismo no es un atributo del hombre sino el carácter performativo de su diferencia política. Y, más concretamente, el hombre y su masculinidad son discontinuos mientras que el machismo es fundamentalmente resistencia. Si la masculinidad es subjetiva, el machismo es objetivo, pura rivalidad, pero una rivalidad también contra sí mismo, con el fin de moldearse para el poder como forma de subordinación y subjetivación. Es decir, el machismo se inscribe en la masculinidad y, por extensión, en la feminidad, como mecanismo de estructuración del poder. Un hombre y una mujer poderosos lo son sólo en una estructura machista, dado que el machismo es el principio terrenal de autoridad y jerarquía. Sin embargo, el nuevo machismo vendrá ligado a los estrógenos y, por ello, el porvenir de la esperanza será distinto de la resistencia. El futuro llega más desahogado y lúdico que nunca.

El feminismo lucha por la igualdad

Más o menos poderosas, las maestras, profesoras, enfermeras, secretarias, recepcionistas, azafatas… reproducen los mecanismos del poder en tanto que les ha sido delegada la representación del machismo. Y, en la medida en que una mujer ejerce el poder, es más hombre que mujer, aunque performativamente haya adquirido habilidades y adoptado estilos corporales femeninos. Una maestra es mujer y, al mismo tiempo, está representando al machismo, portando el poder de la dominación masculina, validando un mecanismo de jerarquización en el cual ella está por encima de sus alumnos. No obstante, ¿cuándo una mujer deja de serlo incluso de cara a otras mujeres? Como sucedió con Margaret Thatcher y más recientemente con Esperanza Aguirre, las representantes políticas dejan de ser mujeres cuando, en lugar de representar al Estado Social -hospitales, guarderías, etc-, representan al Estado Mercantil -finanzas, presupuestos, etc. Por tanto, en la política de Estado, lo femenino representa a lo social y lo masculino a lo mercantil. La mujer es la izquierda y el hombre es la derecha. La sujeción al Estado es subordinación a la dominación masculina y subjetivación del machismo. Ahora bien, las interpretaciones son excluyentes porque no pueden incluirlo todo, y es de esta exclusión de donde surge el discurso. La representación política, antes que representar, crea al representado, como sujeto político, dándole visibilidad y legitimación -normalización jurídica y lingüística de poder, donde el sujeto es efecto del discurso del sistema que lo sojuzga, en términos de inferioridad, llevándolo a aceptar la categoría de sujeto. El sujeto es en sí mismo la disimulación del poder con el que ha sido constituido, haciendo aparecer al poder con una tendencia sutil y a su violencia con una forma indirecta. La violencia es directa sólo cuando el dominado no se doblega ante el mecanismo de dominación. Se trata, pues, de un mecanismo inscrito en los cuerpos y no de una voluntad intencionada. No hay conspiración. Este mecanismo es un conjunto de condicionamientos que preceden al machismo, el cual los rivaliza implicándose en ellos hasta apropiárselos y provocando que giren contra sí mismos de modo que producen alternativas de contestación política. El machismo es una reproducción del poder para satisfacer las convenciones regulativas de la normatividad y, por ende, no se sitúa en las convenciones sino en la repetición de estas. Es decir, el machismo es un proceso de repetición que conlleva desplazamientos no intencionales y que depende, precisamente, de la consolidación de dichos desplazamientos, a fin de influir en las convenciones de significación.

Primeros pasos del pospost

La significación está regida por la política binaria de los sexos y, a partir de aquí, de lo que se trata es de intentar desarticular los mecanismos de dominación que no son sino el efecto de este binarismo político, dado que las convenciones son excluyentes e innecesarias, injustificables y siempre posteriores al ejercicio del poder. El machismo es accidental, no hay determinismo ni lingüístico ni cultural. Lo que hay es un poder adicional con el que el machismo hace coincidir sus intereses con el interés general, compeliéndolo, produciendo otros machismos de los que acaba dependiendo. Esta dependencia gobierna el campo político como una idealización de futuro que motiva la construcción de un después -después del esfuerzo, del sacrificio. El machismo funciona como una ficción política que da valor a la vida. Valor, en el sentido de virtud, virilidad, hombría. De hecho, es el hombre el que crea a un dios todopoderoso que, paradójicamente, depende de la fe de sus seguidores, que esperan encontrarse con él tras la muerte. En la dependencia está el truco. Con base en el temor a la exclusión, la dependencia es el eje principal del mecanismo de poder. Y lo demás es simplemente inercia, el momento angular de una situación histórica, de una performatividad aprendida y de un proceso de apropiación de las convenciones tácitas y de las estrategias de supervivencia constituida a la manera de las actuaciones teatrales. El machismo es performativo y real sólo en la medida en que es actuado. No se trata de un hecho natural sino de un equivalente al romanticismo, de una dramatización de lo posible entendida como cultura heredada, donde el texto precede a la interpretación; una actuación repetida, ritualizada y legitimada que hace explícitas las leyes sociales. Es decir que, en principio, el machismo no es una elección sino una repetición estilizada de actos desplegada en el tiempo y, por ende, se es machista a la fuerza pero no por una imposición ciega.

La ruptura de este mecanismo estructural viene dada con la subversión, con la introducción de una gran diferencia en nuestra vida, con una transformación real que desafíe la situación histórica, la cultura heredada, la propia interpretación e incluso el sentido de la supervivencia. Porque el machismo se inscribe en el marco de las relaciones de poder, y no sólo se replica en la masculinidad sino que produce desvíos que inadvertidamente movilizan posiciones de sujeto que exceden los límites de la inteligibilidad cultural y los expanden, generando el sentimiento de identificación con los dominadores. La identificación es la repetición de una copia. El sujeto, representado, se reproduce de manera prejurídica, como si fuese anterior a la ley en lugar del resultado de un producto discursivo. Pero no hay que olvidar ni la naturaleza productiva del poder ni su relación estructural con el machismo que viene a dejar al grupo representado preso de una identidad específica e incapaz de crear nuevas subjetividades. En este sentido, el machismo es un asunto fundamentalmente innovador, que está empezando a ser desautorizado en sus propias esferas y no sólo en sus márgenes. Esto está haciendo que se torne más complejo con base en una cuestión muy simple: tumbar al poder. Para ello, el postfeminismo, el feminismo liberado de una identidad específicamente femenina, está volviendo a esforzarse por enfrentar y derrotar al Estado, a la vez que critica a las feministas político-reformistas que buscan respaldarse en la autoridad del Estado para lograr el reconocimiento de los derechos y demás objetivos políticos de las mujeres. El postfeminismo recoge el testigo del desafío a esa modernidad que ha encorsetado la oposición política en una base legal, apuntando que el Estado es falocrático y que el feminismo institucional e institucionalizado también. Además, en el postfeminismo hay el principio femenino que desafía el estatismo y el autoritarismo, rescatando al feminismo de discursos seductores y reduccionistas y escuchando lo que el feminismo mismo tiene que decir sobre el gobierno de la polis, su orden y sus leyes, para que las gentes puedan dejar de depender del poder del Estado que las instituye. El postfeminismo, por tanto, explora los límites simbólicos en los que se inscriben los mecanismos estructurales del machismo, partiendo del parentesco como soporte y mediador del Estado, aparato reproductor de la dominación que, a su vez, es soporte y mediador del parentesco, y asumiendo el lenguaje mismo del Estado contra el que se rebela desde una posición escandalosamente impura: la flexión del sujeto en agente. Y, si el agente es el machismo, con éste mismo tendrá el postfeminismo que cruzarse, que relacionarse quiásmicamente, porque no es fácil separarse de él, de su lugar en el lenguaje del Estado ni de su deformación social provocada por la soberanía política, adoptando un emplazamiento masculino y exponiendo el carácter socialmente contingente del parentesco. No nos gusta el machismo de nuestros parientes y, por ello, nos apropiamos de su poder para desafiar la ley, ambigua, errática y no-representativamente. De esta manera, el machismo emerge precisamente a través de nuestro rechazo y de un lenguaje que asimila los términos de la soberanía que rechazamos. Asumimos el machismo a través del desplazamiento del machismo, idealizándolo sarcásticamente, confundiendo al otro hasta hacerle perder al machismo cualquier valor que se le pretenda dar. Inestabilidad, incoherencia, vagancia y fronteras borrosas. Como dijo Wittgenstein, la ambigüedad y la irregularidad son lo que hacen que el mundo gire. Hay que amar, y ahora queda por ver qué viene después. El pospost es lo que va después del post.

 

Cineasta con siete largometrajes, casi una veintena de cortos e incontables participaciones en proyectos ajenos o/y colectivos a mis espaldas. Pintor que gusta en darse baños de color. Y escritor que preferiría ser ágrafo. Estoy preparándome para huir al margen del Estado, fuera del sistema. Me explico en "Dulce Leviatán": https://vimeo.com/user38204696/videos

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