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Mi vecino Joaquín, una parábola

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Que dice mi vecino que él habría mandado a la Legión para que los catalanes esos que tiraron piedras a los policías y destrozaron medio Madrid supieran lo que es bueno. Que no se pueden consentir esas manifestaciones. Que él nunca ha ido a ninguna manifestación y nunca irá. 

Mi vecino tiene 88 años, sólo se asoma a la realidad de lo que acontece en su España a través de la caja tonta y tiende a mezclar conceptos con facilidad. Yo trato de recolocarle las ideas; catalanes por un lado, manifestantes del 22M (y sus circunstancias) por otro, y descerebrados con ganas de encabronar a los antidisturbios aparte. Cuando Joaquín, que no se llama así, más o menos interioriza las diferenciaciones me dice que lo que él quiere es orden. Que cómo es posible que los catalanes estén chuleando a un país que tiene barcos de guerra, tanques y (por supuesto) legionarios. Joaquín siente especial cariño por los novios de la muerte. Recuerda que una vez, mientras los veía desfilar, un legionario de pelo en pecho le puso en la mano un cigarrillo encendido, porque unos metros más adelante estaba Doña Carmen Polo de Franco pasando revista y no era menester desfilar con el celtas en los labios en presencia de la esposa del legionario por excelencia. Una estupidez. Todo el mundo sabe que lo que no convenía era tener una joyería abierta cuando la consorte andaba cerca. No sé por qué Joaquín me cuenta lo del cigarrillo. No suena a conducta muy ‘ordenada’; pero ya he dicho que tiene casi 90 años. 

A estas alturas, porque os conozco, sé que os habréis hecho un retrato robot de Joaquín. Viejo falangista, nostálgico de cuando el yugo y la flecha dominaban la tierra. El hijo de algún cacique, quizás. Malencarado, amargado… Esperando a ver si la parca se lo lleva de una santa vez para no tener que seguir soportando la visión de aquella España, una y libre que ahora se derrumba y por la que pasean tan ricamente afeminados con aros en las orejas. Os habéis imaginado al Sazatornil de Amanece que no es poco con 90 años. Pero Joaquín, en realidad, es una persona afable, generosa, alegre. No pierde el buen humor ni aunque cada quince días tenga que desfilar para urgencias porque el corazón hace tiempo que viene renqueando. Cuando le pido alguna herramienta, porque yo siempre pierdo todas las herramientas, Joaquín no sólo me ofrece su caja de herramientas de lujo que parece diseñada por el Cuétara de los ferreteros, sino que insiste en hacer por mí la chapuza de turno aunque el hombre se ahoga al dar cuatro pasos. Joaquín dice que pasó “mucha hambre” de niño. Que no salía al campo a jugar con los amigos; salían a buscar algo que echarse a la boca, un cardo, una perdiz, unas algarrobas… Tenía 8 años cuando estalló la Guerra Civil. Vivía en un pueblo de Jaén, o en uno cerca de Ronda, no me quedó claro. A él nadie le va a contar la historia, ni Pablo Iglesias ni Paco Marhuenda. Él estaba allí. Joaquín, a quien la vida al final terminó por sonreírle, a diferencia de Rosa Díez, sí que es ‘apolítico’. Le enseñaron a no meterse en líos, y algunas cosas, como la sensación de tener un agujero en el estómago, es complicado desaprenderlas. Es hijo de la propaganda, es hijo de su tiempo. 

Ahora es abuelo de la propaganda. De otro tipo de propaganda. No le importan Rajoy, ni ZP, ni Rubalcaba. Ve laSexta porque dice que sacan “muy buenas mozas, aunque sean comunistas”, pero a su diestra descansa siempre La Razón. Es, sobre todo, un buen cliente de José Manuel Lara, dueño de ambos medios, de la cadena “comunista” y del periódico falangista. Mi vecino no es retrasado mental, no sufre demencia senil alguna. Es, hoy como hace 60 años, un gran tipo y un gran esclavo de lo que le cuentan los telediarios y los periódicos. También le enseñaron que lo que dice el “parte” va a misa. No me extraña que cada dos por tres le salte el by-pass. Le gusta el cine, las series no porque no puede seguir bien el hilo; pero los sucesos, las grescas políticas y el amarillismo ganan. Ganan siempre. No hay mejor/peor droga para una mente ociosa. Le digo que no es cierto que en Cataluña te escupan en el café si pides un cortado en castellano, que no se crea todo lo que dicen. Que tengo amigos catalanes, ¡incluso vascos!, y que todavía me saludan. Me mira raro. No termina de cuadrarle. La tele está todo el día diciendo otra cosa. Además, por eso quiere ponerse internet, para ver qué más se cuece por ahí afuera; por eso me había pedido que fuera a su casa, para asesorarle sobre la mejor oferta “de chifi de ese”, porque quiere meterse en “tuister”. “Joaquín, Twitter no es para usted. Créame. Hay mucho cabrón ahí, y mucho mariquita”, recalco esto último porque Joaquín tiene un punto homófobo. Es mi mejor baza para evitar que se abra una cuenta del pajarito y el by-pass le salga del pecho cual alien rabioso en cuanto lea un tweet de Espeonza Aguirre. 

Como ya he dicho que os conozco, también sé que ahora os volvéis a imaginar a Joaquín y se os dibuja en la cara una sonrisa condescendiente por las barbaridades del abuelete. Vosotros, que crecisteis rodeados de gente que tuvo siempre las ideas claras, como José Luis Sampedro. Como Galeano. Sampedro y Galeano, la clase de individuos que abundan en bares, mercados y hasta en el Rocío. Gente, como vosotros, de firmes principios. Porque vosotros tenéis firmes principios y nadie os condiciona. Sois librepensadores. Jaleáis a una u otra facción del debate de Iñaki López como quien jalea a Messi o a CR7, pero sólo porque da la puñetera casualidad de que sea cual sea vuestro credo, los tertulianos de uno u otro lado parecen coincidir siempre y al cien por cien con él. ¡Aleluya! Eso sí que es cachondo, y no las batallitas de mi vecino Joaquín… Y esto no ha sido un artículo. Ha sido una parábola.

Traductor, periodista a regañadientes, copywriter. Quizás nos encontremos en Esquire, Vice, JotDown o en Miradas de Cine. Como me sobra el tiempo, edito Factory.

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