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Qué puto mundo (I): Sonia

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Una tarde-noche normal, en una calle normal. Ni de barrio alto ni de barrio bajo. Normal. Corriente y moliente. Estoy subido en la moto, parado en un semáforo. A moto o a pie, tengo la costumbre de no entablar contacto visual con nadie, siempre voy por ahí con la mirada de los mil metros. A mis amigos y conocidos les digo que no es que sea un gilipollas que ni les saluda por la calle, es que no los veo. Que me hagan señas si quieren que me percate de su presencia, señas como los operarios de las pistas del aeropuerto. Pero la mirada de los mil metros me da para distinguir hombres de animales, mujeres de hombres, alcantarillas, semáforos, y noté que ella era ella, y que aunque estábamos en plena calle mi muro de seguridad se desmoronaba. Ahora aquello no parecía una calle, parecía un ascensor. Así de cerca estaba ya. “Hola, soy Sonia, vivo sola, vivo aquí cerca”. Sonia era tan normal como la calle, ni de barrio bajo ni de barrio alto. Teñida de rubio, ojos claros de color indefinido para aquí un daltónico, ni 40 ni 50. Pensé, oye, no has perdido el touch. ¡Hasta en los semáforos, campeón! Aunque no fuera el lugar, aunque no me interesara. Gracias, Sonia, pero voy tardísimo, quizá otro día nos tomamos algo. “Venga, vente y te invito a una copa. Y si puedes me das un poco de dinero”. Se me cayó el touch a los pies. Tardó un poco, porque tardé en procesar lo que estaba pasando, pero se me cayó. ¿Perdona? Y sonrisa de circunstancia. No, de verdad, no puedo. Me guardé el discurso antiputañero, el “y no es que no pueda, es que no quiero, porque bla bla bla…”. Tenía carretera y manta por delante, y una situación incómoda de esas que me quitan de una hostia toda la falsa extroversión. “Bueno, ¿puedes darme algo? Un euro, lo que sea”. Ni de barrio alto ni de barrio bajo, una mujer cualquiera que por no ser no era ni prostituta profesional. Las profesionales no pasean por el centro como si tal cosa, como la que vende kleenex, o flores, o romero. Me palpé los bolsillos y saqué lo poco que llevaba suelto. Nada, una limosna. Con eso arreglaba la cena pero no el desayuno. Es que no llevo más encima, cielo. No suelo llevar dinero suelto. “Suelto o agarrao, me da igual. Te vienes otro día a mi casa y no te cobro”. El semáforo ya estaba en verde, quise despedirme, pero…

-No es eso… Ss… ¿Sonia?

-Sí, Sonia.

-Pues Sonia, no es eso. Lo que te he dado te lo he dado a cambio de nada. No me debes nada.

-Yo te hago una rebaja la próxima vez, de verdad.

-No me estás entendiendo.

-Ah, que no te gusto.

-Tampoco es eso.

-¿No te gustan las tías? –buen intento, apelar a la hombría. El King Kong interior aplasta avionetas con los puños. Más sonrisa de circunstancia.

-No. Precisamente porque me gustan las tías no pago por follar.

Sonia y el extraterrestre. El extraterrestre, su casco, Sonia y un agujero en la boca del estómago. Nos vemos, chica, me voy con la angustia a otra parte. Aunque sepa que ese que viene detrás de mí sí va a aceptar una mamada a cambio de diez euros, de cinco euros. Quizá un polvo. Quizá se la chupes y folles con él y ni te pague porque… ¿Qué vas a hacer si no te paga? ¿Y qué puedo hacer yo con el que viene detrás, y con el otro, y el otro, y el otro? Nada. Se llama impotencia, y no es bonita; pero qué te voy a contar de lo que es bonito o feo, Sonia. Qué coño sabré yo. Ahora, mientras me alejo e intento entender por qué soy yo el que se siente culpable y no el que viene detrás, ahora, digo, pienso en algo que sí que suena muy bonito: el sermón del buen putañero. El que se precia de ir sólo con “putas que están ahí porque quieren, porque nadie las obliga”. Lo he oído tantas veces que casi podría creérmelo. Pero mi cerebro de extraterrestre tiene la manía de no dejar que las palabras otorguen significado a la vida, más bien al contrario. La voluntariedad es un concepto muy relativo, porque la coacción no es un acto que alguien ejecuta, toda tu vida puede estar sometida al poder coercitivo de unas circunstancias que no elegiste en el escaparate de “las vidas que quieres vivir”. La heroína es una proxeneta poderosa, y el hambre. El hambre da más navajazos que cualquier chulo. Y la factura de la luz que tienes que pagar porque el churumbel empieza a pasar frío. Al fin y al cabo, una mamada a cambio de darle un poco de calor tu hijo parece incluso razonable, ¿no? ¿Quién no lo haría? Porque la mamada es innegociable. Esperar que alguien te pague la luz sin mamada, eso sí que no es razonable. Eso no es humano, Sonia. Así que dile al que viene detrás que se relaje y disfrute. Que haces esto porque quieres, que es la oferta y la demanda, hoy más barato que ayer y más barato que mañana. Por mi angustia no te preocupes. Es culpa mía por no acostumbrarme a los usos y costumbres de este puto mundo.

 

Traductor, periodista a regañadientes, copywriter. Quizás nos encontremos en Esquire, Vice, JotDown o en Miradas de Cine. Como me sobra el tiempo, edito Factory.

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